domingo, 25 de abril de 2010

La Esperadora


Se sentó y esperó. Esperó días enteros señales de aquel hombre que la había deslumbrado sin tener siquiera un rasgo que le resultara verdaderamente interesante. Mientras esperaba repasaba una y mil veces los motivos de su espera. Tenía una larga lista de puntos irrelevantes que leía cada día de manera meticulosa, sentada frente a esa ventana, cansada, pero con una extraña e incontrolable voluntad que sobrepasaba sus deseos.
A su inútil lista la guardaba celosamente. Nunca se supo de sus verdaderos motivos, claro que tampoco nadie sabía que lo esperaba de esa manera. Lo hacía en soledad, era su ritual privado y seguramente la avergonzaba que otros descubrieran o sospecharan este ceremonial en ella.
El temor a dejar alguna evidencia frente a los que la rodeaban la salvo de quedar petrificada en la fascinación que sentía por ese lugar. Debía despertar de ese inercial estado, para volver trabajosamente a la versión de sí misma que había construido a lo largo de su vida.
Fue luego del encuentro con la ventana que comenzaría a vascular entre aquella versión elaborada artesanalmente y una otra desconocida, que irrumpía sin posibilidad de retoques cosméticos. Solo a condición de volver a aquella que era la original, lograba retomar algunas de sus rutinas, dejando a esa ventana privada de su mirada. La entristecía saber que por un tiempo estaría lejos de allí y la intranquilizaba la posibilidad de que El asomara en su ausencia y sospechara que ya no iba a regresar.
Hubiera estado disponible siempre para el hombre de la ventana, allí sentada como adorando esa abertura, ese recorte por donde se observaban. Pero cuando sus ensoñaciones comenzaban a ceder, cuando ya no quedaba mas remedio que despertar, caía agotada por el cansancio y con la profunda sensación de que se lastimaba salvajemente. Solo entonces, la idea de nunca mas volver comenzaba a dibujarse tímidamente.
Esperaba lo que intuía nunca iba a suceder. Esperaba con un optimismo que le era un tanto ajeno. Crecía sin tener razones y la entusiasmaba a pesar de sus inequívocas racionalizaciones que lo suponían estúpido o enfermizo. Se alimentaba de ella como una criatura de existencia parasitaria, que amaba fervorosamente a la espera mucho más que a su portadora (como si ese esperar pudiera separarse de la mujer y seguir con vida).
Cuando lo esperaba, se transformaba en una auténtica esperadora. Toda ella esperaba, se colmaba de espera, derramaba espera. Esa pausa activa tomaba consistencia y avanzaba cada vez mas, arrasando todas las otras cosas de su vida. No podía detenerlo, odiaba ser la esperadora, pero no sabía como dejar de serlo. El goce que la tomaba era lo bastante perverso como para permitirle ver lo que iba dejando atrás. Cosas que amaba de otra manera, a las que casi ya no podía alcanzar, porque la ventana no era compatible con el resto de las piezas de su vida.
El juego de la ventana, ese amoroso juego que habían inventado alguna vez, los había arrastrado hasta un lugar que nunca hubieran creído. Se habían encontrado sin buscarse y los había conmovido tanto esa contingencia que ya no pudieron dejar de acudir a esa cita que habían acordado sin pronunciar palabra.
Vivía cada vez mas dividida entre el amor que transcurría en sus pensamientos y esos otros; más terrenales, ordinarios o en los que rara vez se detenía a pensar. Así fue que se enamoró de ese hombre con poco brillo, dubitativo; al que ella sospechaba incapaz de tomar el riesgo de quedar atrapado por las pasiones del cuerpo. Un hombre cobarde, ineficaz, obsesivo hasta tornarse femenino; pero que en su dormitar fantasioso se transformaba en otro. En un otro encantador, tangible, y con las fuerzas suficientes para desafiar a su propia suerte con tal de poder tocarla.
Del otro lado ese hombre estaba clavado a los marcos del agujero. No había más que mostrar que lo que se veía desde donde estaba la que lo esperaba. Lo turbaba la idea de que ella pudiera moverse y descubra su insalvable pequeñez o la comedia con la que intentaba retenerla siempre a distancia. Cuando ella intentaba modificar la posición que tenia asignada, aunque sea levemente, se aterrorizaba y como todo acto de gran impotencia, la maltrataba desde lo alto para neutralizar la intención de la esperadora. No soportaba que ella deje de ser eso y no iba a permitirle ningún desplazamiento que pusiera en riesgo el velo con el que se protegía de sus peores fantasmas ¿sería un hombre atormentado por sus pensamientos, inhibido para amar mas allá de lo intangible o simplemente un cretino? Él efectivamente se transformaba en otro cuando asomaba y la miraba. Casi era otro y eso le gustaba.

La mujer que se había creído incapaz de caer en semejantes trampas desde el día que decidió no creer más en el amor, no encontraba las fuerzas para huir. Respondía a los reclamos por sus inapropiados movimientos con solemne obediencia, intentando que eso sea traducido como una demostración más de su devoción.
Quienes más la conocían, notaban en ella un leve extravío en su mirada. Esquiva, porque temía a que pudieran hacerle alguna pregunta, hacía unos intentos desmedidos por mantener ese toque de cinismo que la caracterizaba y que ahora se le notaba como una prótesis reforzada y mal puesta.
¿Sufriría por reconocerse vencida ante un amor ? Un amor del que ella se hubiese reído a lo grande si alguien le hubiera contado los detalles de una historia como la suya. Solía bastardear socialmente ese sentimiento como pasado de moda o abusivamente ficticio. Tal vez no hubiera sufrido si el amor que la atrapaba era un amor de esos que se pueden usar, modificar, acariciar o apretar hasta estrujar. De esos, si quería. Se burlaba por rutina con sus amigos pero los anhelaba con un espíritu crédulo y dóciles ansias por transitar los clichés de los amantes. Gustosa hubiera dejado caer todas sus teorías de militante desamorada del amor.
Paso así meses eternos que podrían haberse agrupado en años o en siglos. A esa altura el tiempo le resultaba una variable sin importancia.
De no haber sido por la milagrosa mutación que comenzó a gestarse en su interior, todo seguiría siendo, más de lo mismo.
Vislumbro que el dolor o el cansancio que horadada su entusiasmo estaba ligado a la distancia que había entre ambos. Una distancia puramente física, geográfica. Distancia medible en metros, o con reglas escolares. Distancia que impedía el contacto entre los cuerpos.

Ahora esperaba no tener que esperar más. Ya no podía descansar plenamente en sus fantasías. El juego se había vuelto defectoso, desde que quiso que ese amor exceda los pensamientos.
El hombre que amaba simulaba jugar. Parodiaba al que jugaba pero jamás sería el participante que esta en la cancha. Sabía de las debilidades de la esperadora y hacía un hábil uso de ellas quedando siempre en su apacible marco de ventana, inmovilizado por la duda de no saber si ella podría amarlo si confesaba su incompletad, sus torpezas o descubriera alguna de sus miserias. Soportaba esa duda porque no era ese “no saber” el que lo inundaba de angustia. La clave de ese afecto que no engaña, era que ella este ahí para El.

En uno de sus últimos estados de somnolencia, la mujer escribió unas palabras en el cuaderno que llevaba siempre en su bolso.
Las leyó varias veces hasta que hizo una mueca que le borro el pesar en su cara.
¿Por qué no había podido ver con claridad de qué se trataba? ¿Cuándo fue que abandono sus sospechas de que Ese era un “como si” de jugador y lo creyó capaz de mover fichas? ¿O fue al revés? ¿Esperando que sea jugador de cancha se encontró con un farsante? ¿Porque no seguir dormitando en la historia inventada eternamente? ¿Violó las reglas del juego de las fichas estancas queriendo deslizarlas, suponiendo que era inevitable hacerlo? ¿La farsa era ese juego higiénico en distancias o su idea de rebasar los límites?
Ese pareció ser un momento de gran lucidez.
Ya no importaba si ese hombre podría existir más allá de ese recorte, ni que El fuera incapaz de salirse de ahí.
El la confundía. Ella sabía que El era confuso, pero se dejaba confundir con tal de recibir los gestos que El sabia y quería dedicarle.
Ese amor era inmenso y limitado, apasionado y rigurosamente a la distancia. Apacible y sórdidamente tormentoso.
Ahora sus ojos parecían más tristes que nunca, se había esfumado ese extravío del que se habían acostumbrado. Volvió a su ventana, más enamorada que nunca y justo cuando estaba posicionándose ese medio hombre, la mujer le dedicó un gesto único, asombrosamente traslúcido de su sentir y se retiro.
Lloró por su pérdida y por saberse una mala jugadora de ese metajuego. Lloró casi hasta el desmayo cuando efectivamente comprobó que El nunca podría acercársele.
Nunca más volvió a esperar a ese hombre.

(En el instante que la vio partir El intento saltar y salirse de ese agujero; pero cuando sintió el vacío en su cuerpo no pudo hacerlo. Se aferró nuevamente a esos marcos y en silencio, inmóvil, la vio alejarse. La dejó partir, no porque no la amara, sino porque amaba más a su refugio que a cualquier mujer).
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A contrapelo del cliché

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