lunes, 24 de octubre de 2011

La mujer del Bolso.

En líneas generales no me gustan las plazas. Las uso como atajos, como conductos de tránsito veloz o autopistas peatonales. No me detengo en ellas pero sí las atravieso en una eficaz diagonal que me ahorra metros de recorrido y tiempo. Ese día habían empezado a armar la feria desde bien temprano. Ya estaban listos todos los esqueletos de los puestos que sugerían lo que en unas horas iba a empezar a suceder.
Salvo huracán o lluvia torrencial, el clásico evento de los artesanos siempre ocupa casi toda la extensión de la plaza y convoca a una multitud de visitantes los fines de semana y feriados. Durante los días de armado, mi recorrido cambia su trayectoria lineal por una un tanto zigzagueante, que me obliga a pasar por sectores más retirados del lugar. En uno de esos desvíos enlentecedores la vi.
Estaba sola, sentada en uno de los bancos de la plaza que miran a calle Cuba. Tenía sobre su falda un bolso que tranquilamente podría haber sido mío, porque era de esos objetos de los que me enamoro a simple vista. Esa maravillosa pieza de marroquinería moderna absorbió toda mi atención. Quedé suspendida en un trance contemplativo hasta que la inercia de la curiosidad, me llevó a desviar los ojos para conocer el rostro de su propietaria. Durante los segundos que me tomó sacar la mirada de un lado y ponerla en el otro, tuve la certeza que ella tenía que ser parecida a mí porque si yo me hubiera encontrado con ese bolso en una vidriera, sin dudas lo hubiera comprado. Ella y yo estábamos unidas por ese bolso.
La fantasía de la hermandad consumista se tornó “Hermandad inquietante” cuando vi su cara. Su expresión desentonaba grotescamente con la imagen de su bolso. Parecía una mujer agobiada, triste, perdida en pensamientos oscuros. ¿Ésa es como yo? ¿Así me veo? –me pregunté.
La idea del parecido era delirante pero certera. La seguridad de la semejanza me resultaba de lo más evidente, pero se trataba de una evidencia de la que nada sabía. ¿Por qué podía verme así? Sentí que debía aclarar las cosas de inmediato. Si conservaba el enigma sobre mi alter ego desencajado, el tema me iba a acompañar durante todo el fin de semana. Y muy posiblemente soñara con bolsos misteriosos y desconsolados llantos femeninos. No tuve opción, me acerqué sigilosa, me senté a su lado y pregunté ¿Estás bien?
Antes que terminara de pronunciar la última palabra, me di cuenta de lo poco atinado de mis dichos. Ella me miró y con un gesto de obviedad dijo:
-No. No estoy bien –y nunca más paró de hablar. Lo dejé, lo solté… no puedo más, no se a donde ir - repetía mientras lloraba con todo su cuerpo y respiraba con dificultad. Se fue. Se fue ¿Me entendés? ¡Maldito miserable! –dijo entre dientes. Se fue solo……me dejó sola.
Quise decirle algo por cortesía, pero no me animé. Verdaderamente no paraba de hablar.
- … El siempre me deja sola, siempre! Y yo no sé si es por cobarde o por comodidad… ¡Imbécil! ¡Imbécil! -y lo dijo como siete veces casi a los gritos.
Decía “Imbécil” con una elegancia sorprendente. Un imbécil sublime, pronunciado con una sonoridad poderosa que resaltaba la M, la E y la L. iMbEciL! Un insulto memorable, casi tanto como el legendario “¡Arteche la p.. que te parió!” de Federico Luppi en “Plata Dulce”. Furiosa pero ¡Qué elegante era en sus modos! – pensaba yo mientras la mujer del bolso seguía hablando.
-… ¿Se puede estar con un hombre que mezquina su amor? ¿Con un hombre temeroso? ¿Con alguien que no puede acompañarte, cuidarte…estar al lado tuyo…? –preguntó.
- No, ¿no? –contesté casi inaudible y con tono de duda. Lo cierto es que no estaba segura de cual había sido su pregunta, ella hablaba de continuo y yo me imaginaba con su bolso colgado del brazo izquierdo gritándole a un hombre con cara de infeliz “¡¿No ves que sos un IMBECIL Arteche?! Si-si! Un auténtico IMBECIL!” Me recreaba mentalmente esa escena como en cámara lenta, haciendo que el “Immmmbecil” se eternizara en una eme infinita, mullida, envolvente… y justo en una de mis más logradas repeticiones, la voz de la mujer me devolvió al banco en el que estaba sentada.
-Mmmmierda! Yo lo dejé, pero él dejó que me fuera…pero nos amamos tanto… -y estalló otra vez en un llanto sordo.
Chau, me voy- pensé. Estaba tan encerrada en sus lágrimas que no lo hubiera notado. Para ese entonces a mi ya no me importaba la idea del parecido, o al menos estaba segura que no se me iba a convertir en una obsesión nocturna. Mientras ella seguía hablando sin pausa y con ritmos desparejos, yo me sentía aturdida de tanta palabra que escupía. Pensé en salir corriendo o huir de puntitas. Pensé en lo maravilloso que sería teletransportarme hacia el extremo opuesto de la plaza o en evaporarme como el Gato de Cheshire de Alicia en el País de las Maravillas. Sin embargo, lejos de huir, me quedé y empecé a pensar en estas cosas:
¿Por qué será que las mujeres cuando sienten que se termina un amor necesitan narrar miles de veces lo que les pasó? Hablan-hablan-hablan-hablamos. Expulsamos palabras a chorros continuos, densos, pegajosos y siempre hay otra que nos escucha. Parece que a nosotras siempre nos conmueven las historias de amor, y si encontramos que a alguna otra la historia se le volvió desamor, inmediatamente nos solidarizamos porque sabemos del dolor que se siente. Amor a los hijos, amor a un hombre o a otra mujer… no importa cuál. En esos momentos parece que nos entendemos más allá de nuestras diferencias, porque a pesar de la pasión que ponemos en enredarnos en detalles mínimos, sabemos que cuando de amores se trata, todo el resto puede esperar.
Y en ese punto volví a escucharla.
-No pude quedarme porque un hombre miserable, me enloquece y no quiero enloquecer. Hoy lo dejé. Le dije que lo amaba, pero que con eso solo no bastaba, porque no se ama de cualquier manera. ¿No?
Entonces me miró a los ojos fijamente. ¿Buscaba mi confirmación? Me miró de una forma que me incomodó. Se mantuvo por primera vez en silencio y me miró. Y como no me quitaba los ojos de encima, yo me incomodé tan incómodamente que empecé a reír de nervios y le solté:
-Pero pareces una loca.
Ahí era yo la que escupía palabras sin pensar. Ella seguía mirándome y ahí mismo no tuve dudas de que iba a golpearme con su bolso en la cabeza al grito de “¡IMBECIL!- ¡IMBECIL!”. Pero no.
-Tenés razón –dijo con tono triste pero tranquilo. ¿Te puedo hablar un poco de él? ¿Tenés tiempo?
La llorona enloquecida fue cediéndole el lugar a una mujer que me contó una historia de amor que en ese momento la hacía sufrir. Habló de un amor que unía y del cual no dudaban ni por un segundo. De un amor que los había llenado de entusiasmo, pero que les había sacudido la existencia de tal manera, que él había preferido resguardarse en una conocida y antigua soledad, y ella había enloquecido pensando que ese resguardo era una retirada.
-No puedo estar con un hombre que prefiere estar como muerto… yo ya no sé cómo despertarlo… –dijo y esas palabras fueron una revelación, mi momento epifánico.
Empecé a verlo todo con claridad. Ella sí tenía un parentesco conmigo y el bolso había sido un irresistible guiño del destino. Ella se parecía a mi Esperadora, esa mujer que esperaba que su amor se anime a salir de su ventana protectora y a la mujer que lloraba sobre el cajón del hombre que alguna vez amo. Ella era un poco esas mujeres que yo había imaginado alguna vez.
Al instante de reconocerla me inundó una sensación de enorme agradecimiento por haberla encontrado. Me alegré tanto de verla y de poder escucharla que deseé con todas mis fuerzas que corra mejor suerte que las heroínas de mi blog.
La escuché con total atención y después hablé yo durante un largo rato. No puedo recordar que le dije, pero de seguro fue algo que la alivió, que le dio alguna esperanza porque de su mirada se esfumó el tono trágico. Cuando nuestra conversación se terminó, me agradeció de un modo que pareció ser sincero, me dio un beso y en calma se perdió entre los puestos de la feria ya armados. Yo me quedé sentada sobre el banco que mira a calle Cuba con la satisfacción de entender qué era lo que nos había hermanado, aunque al mirar cómo se alejaba con ese hermoso bolso, empecé a lamentar cada vez más el no haberle preguntado donde fue que lo consiguió.
Esa noche la soñé con un final feliz pero sin su bolso, porque en mi sueño ese bolso era mío.

(A las mujeres que escuchan. A mi entrerriana querida.)


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martes, 2 de agosto de 2011

Mujer precavida vale por dos

Un pequeño grupo de mujeres cenaba en un restaurante cualquiera del centro de la ciudad. Siempre disfrutaban de conversar entre ellas, aunque lamentablemente no se veían todo lo que quisieran. Lo hacían sólo cuando podían “colocar” su prole al cuidado de otro adulto que les inspirara confianza. Hablaban de miles de cosas, porque practicaban un involuntario eclecticismo discursivo que las mantenía entretenidas durante horas.
Así como el factor hijos dominaba el tiempo previo al encuentro funcionando como una variable difícil de sincronizar, una vez reunidas, lejos de liberarse del asunto, ese mismo tópico se hacía presente en medio de la mesa y ninguna hacía el menor intento por resistirse a abordarlo. Siempre, pero siempre-siempre, terminaban hablando de sus niños o de sus funciones como madres; bordeando la alegría y el orgullo; las frustraciones y temores o el amor y el entusiasmo.
Esa noche, nada parecía marchar por fuera de lo habitual. Sin embargo, justo cuando declinaba el tema, una de ellas se dirigió especialmente a otra y con absoluta seriedad le recomendó que congelara sus óvulos.
-¡¿Qué?! ¿Que congele qué cosa? ¿¡Que congele óvulos?! ¿Porqué…? –Contestó Ana desorientada, mientras buscaba la mirada de las otras.
Su amiga pensó que Ana era una ignorante en la materia, que no había escuchado hablar del tema jamás o que desconocía lo popular que se había vuelto esa práctica para algunos sectores de nuestra sociedad.
“Congela tus óvulos” -repitió con naturalidad. Y con un impecable arte pedagógico paso a explicarle el método minuciosamente.
-Pero si ya tengo hijos Emma –interrumpió mientras reconocía en el resto de sus amigas, la misma expresión de quien mira un objeto enigmático o un papel escrito en chino.
Emma parecía no escucharla, y de la misma manera que explicó la maniobra científica, fundamentó su recomendación sobre dos sólidos detalles. El primero, la actual situación sentimental de Ana. El segundo, los treinta largos que todas las mujeres de la mesa compartían por haber nacido a principios de los setenta -ambas razones parecían argumentos irrefutables.
-Emma, pero no sé si quiero tener más hijos y además… -enseguida pudo darse cuenta, que el hecho de que hubiera o no un padre potencial, o que existiera o no el deseo de reincidir en la maternidad, no eran datos a tomar en cuenta en ese proyecto. Desde la lógica de Emma, negarse y la idiotez, parecían ser una sola cosa.
Con su copa flotando en el aire, Emma explicó las bondades de concebir hijos con los óvulos a punto. En eso estaban de acuerdo. Ana se había embarcado en la tarea reproductiva dentro de la franja de edad sugerida para el asunto, pero no era ese "a punto" del que le hablaban.
Emma planteaba el asunto de tal manera, que parecía tratarse de un acto de plena generosidad. Si a sus primeros vástagos los había dotado de materia prima fresca, ¿por qué a otro (en el que todavía no pensaba o en el que jamás se pondría a pensar) tendría que ofrecerle material sobre la fecha de vencimiento? Y con un tono más íntimo le dijo:


-“Que hoy no haya padre o atisbo de deseo de otro hijo no implica que en un futuro no los tengas. ¿Y qué pasa si en un tiempo queres y…?”
¡Qué dilema! ¡Amor, coincidencia en el deseo un hijo, una producción ovárica en el ocaso productivo y temperaturas bajo cero! Emma realmente la había puesto ante una encrucijada futurista.
La velada continuó por unas horas más, pero Ana quedó estancada en el tema. Repetía para sus adentros: “Mujer precavida vale por dos” -nunca nada más cierto.
A la mañana siguiente se levantó pensando en esa moderna manera de concebir los hijos. Algo no dejaba de hacerle ruido. ¿Pero qué cosa era esa? ¿El sorprendente avance de la ciencia al servicio de la salud? ¿Las nuevas tecnologías, que dan esperanzas a quienes se encuentran con esas dificultades que desgarran el alma cuando se busca un hijo y no se lo encuentra? No, no. Tenía la certeza que no se trataba de eso. ¿Tal vez era el avance tan, pero tan sofisticado de la medicina que llegó hasta revolucionar la idea de familia tradicional? … Tampoco era por ahí.
Estuvo todo el día dándole vueltas al asunto, hasta que en medio del berrinche de uno de sus hijos, lo entendió todo.
En esa pataleta caprichosa estaba la clave. Lo que generaba su malestar era esa idea antojadiza y frívola de pretender inexistir los límites. El “por las dudas me freezo los óvulos” sin ninguna otra razón que el “por las dudas” le era un tanto irritante. No sabía muy bien por qué, pero tenía la convicción de que hacía falta una razón de mayor peso para hacerlo.
Posiblemente esa sensación le fue tan clara, porque entendió esa modalidad de freezada ovárica como pariente cercana al boom de los hijos de diseño. Hijos que no son a imagen y semejanza, sino a medida de un ideal particular absoluto. Testimonios nefastos sobre selecciones de óvulos por un lado y vientres vía catálogos, podían ser escuchados en programas de chimentos. Eso le hacía un ruido supremo. ¿La ciencia puesta al servicio de los delirios segregativos de unos dementes?


Imaginó a Emma escuchando sus pensamientos y diciéndole: “¡Pero te fuiste al carajo! ¿Yo te hablo de unos ovulitos frescos y vos me salís con una crítica ética sobre el mejoramiento de la especie?” -Ana sonrió y suspiró. Estaba convencida de que si el cuerpo ofrecía la posibilidad, siempre era mejor el artesanal y más romántico de los métodos para la concepción de los hijos.
¿Y en el freezer…? En el freezer siguió guardando unas ricas milanesas para los días que llega tarde del trabajo.

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viernes, 10 de junio de 2011

Una madre que camina y sólo mira para adelante

Crucé la vía sumergida en mis propias preocupaciones. Ya había cumplido con todas mis actividades maternales de primera hora de la mañana. Desayuno, dientes, toneladas de mochilas, conversaciones varias al unísono (porque mis hijos en su afán de sostener su enérgica rivalidad masculina, me hablan al mismo tiempo de temas absolutamente disímiles) e indicaciones a la maestra de último momento.
Crucé la vía y como si no hubiera tenido una dosis extrema de contacto infantil, capturó toda mi atención una pequeña niña. Al principio fue puro azar. Muchas veces miro a los chicos.
¿Me gustan todos los niños? No, definitivamente. ¿Los saludo, les hablo, les hago morisquetas simpáticas? De ninguna manera, no tengo ése don. Algunos hasta me resultan un verdadero fastidio. Y debo confesar, que en varias oportunidades los propios me son exasperantes. Tampoco los quiero a todos, no siento un amor generalizado por ellos. Quiero sólo a algunos pocos, aunque todos obtienen de mí un trato que contempla su condición infantil. Los observo cuando puedo, porque muchas veces son sujetos interesantes para observar.
Esta vez, vi a niña con una campera rosa chicle. Sólo la recorté de entre los demás cuando cruzó la calle. Su madre iba con un niño en brazos de doce o catorce meses de edad. Unos pasos más atrás, la acompañaban un varón que no superaba los seis y la niña del buzo que tendía unos cuatro.
La madre caminaba aferrada al menor, con la mirada fija en lo que vendrá. Atravesó la bocacalle y nunca miró atrás. La niña cruzó apurando el paso, y una vez en la vereda retomó su ritmo habitual.
Inevitablemente se retrasaba, pero tenía un mecanismo de ajuste. Cuando veía que la distancia con su madre se hacía más grande o cuando otros peatones se interponían entre ellas, emprendía un trotecito que la dejaba igualmente atrás, pero no tanto.
A mitad de cuadra se abrió una cochera. Yo caminaba detrás de la niña que caminaba detrás de su madre. No pude más que escoltarla. Me daba igual doblar una antes o una después para llegar a destino.
La mujer solo miraba para adelante. A mitad de cuadra se abrió la cochera. El conductor estaba asistido por un portero de edificio, que le señaló la presencia de la pequeña peatón. Casi instintivamente me adelante y me convertí en obstáculo viviente para que no queden dudas de que el vehículo no debía avanzar. La niña pasó arrastrando su mochila de ruedas y yo recuperé mi puesto habitual.
Llegamos a la gran avenida. Me invadía la curiosidad. ¿Ahora la miraría? ¿Le ofrecería una mano? ¿La obligaría a que le dé la mano? ¿Le dirá algo?
Abrió el semáforo y la madre siguió caminando mirando al frente. Los niños bajaron a la calzada e iniciaron la marcha. El mayor le seguía bastante mejor el paso, tampoco para él había miradas. La niña comenzó nuevamente a retrasarse, y como si ella supiera cual era la distancia tolerable entre una madre y su hija, esta vez corrió hasta alcanzarla. Le extendió la mano sin recibir respuesta. Su madre caminaba, miraba para adelante y parecía no intuir ese pequeño brazo flameando a su lado. La niña del buzo rosa, intentó varias veces tomar algo más que aire con su mano, hasta que se aferró al bolsillo del abrigo de la mujer para terminar de cruzar Av. Del Libertador.
¡Y así iba ella! Cuando veía que su madre se le desdibujada entre la multitud, apuraba el paso. Yo iba detrás, sintiéndome un auxilio posible de ser usado.
Observé a esa niña hasta que no tuve más alternativa que tomar otro camino, además ya había visto suficiente.
Es cierto que no quiero a todos los niños del planeta, pero siempre fui presa del cliché sentimental que me hacía insoportable ver a un niño en estado de indefensión sin el cuidado de un adulto. Mi condición de madre lo multiplicó por millones, hasta transformar el lugar común del cliché, en una sensación contundente que tiñe mi forma de mirar el mundo.
Podría haberla visto toda desvalida. Podría haber condenado a su madre con el pensamiento. Podría haberme indignado cuando la niña colgaba inútilmente su brazo en busca de que la amarren. Podría haber hecho todo eso y más, pero algo en esa pequeña lo volvía imposible.
Caminaba hasta la escuela modulando las distancias con una madre que no podía mirar atrás. ¿Supervivencia? ¿Habrá adquirido mágicamente ese mecanismo que le evitaba quedar plenamente sin resguardo? ¿Le habrán transmitido sus padres la importancia del cuidado mediante algún gesto de amor? ¿O sólo se trata de un reflejo primario?
La manera en la que se aseguraba no perderse de su guía o protegerse en los cruces, me hizo creer que en otros momentos su madre sí la había mirado. Ella no estaba apesadumbrada. No protestaba y en su cara llevaba una expresión amable. En sus trotes no perdía la liviandad de niñita de rosa. Más bien se la veía como un agente activo en esa situación.
Lo cierto es que nada sé de la vida de esa niña y hasta tal vez, esa mujer, no fuera su madre. Esas son todas mis fantasías, pero igualmente, más allá de mi ficción, algo hizo que el encuentro con la chiquita de buzo rosa, me fuera inolvidable.
Esa niña ponía en acto -sin saberlo- una de las claves para vivir vida. Optimizaba aquello con lo que contaba, como intuyendo que para andar por el mundo hay que saber hacer con lo que uno tiene, con lo que uno vino o le dieron. Pero lo que verdaderamente volvió esa caminata memorable, fue leer en esos movimientos de ajuste, que la clave para avanzar por la vida, no está solamente en saber hacer con éso que tenemos –esa es la parte más fácil- sino en poder arreglárselas con aquello que nos falta, con lo que nunca va a haber, o nunca nos van a dar.

El punto está, en saber arreglárnosla con el agujero propio, sin desconocer que también los hay ajenos. Andar de la mejor manera con ése saber sin apelmazarnos en el lamento o mortificarnos en el intento de lo imposible.
Y entonces fantaseé con que algún día la niña de rosa podría convertirse en una gran mujer.

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martes, 17 de mayo de 2011

Veladas Cristianas

Me detenía ahí. Antes de entrar. Justo delante de la puerta de doble hoja. Ahí, donde terminaban los escalones que me separaban de la vereda. ¡Ahí! Justo ahí me detenía. Estorbaba el ingreso de otros, pero igual me detenía.
Miraba al cielo, recorría de izquierda a derecha, de derecha a izquierda el trozo de vereda que se dejaba ver desde mis alturas, repasaba los datos temporales básicos -los repetía hasta memorizarlos- y entraba con pasos ligeros.
Daba igual que fuera verano, media tarde, primavera, lunes, feriado o madrugada de jueves… en esos adentros el tiempo se convertía en una pegajosa continuidad indiferenciada. Por eso me era absolutamente indispensable realizar ese ritual orientativo. Con los años fui perfeccionando el método hasta hacerlo inadvertible para los demás. Mis padres adjudicaron las entradas sin pausa como un gesto de buena voluntad, como una silenciosa aprobación a sus extrañas prácticas. El entusiasmo que los invadía cada vez que atravesaban ese umbral les impedía sospechar de mi resignación aburrida y mi crónica incomodidad.
Una vez adentro la idea de la “Eternidad” que tanto pregonaban parecía tomar consistencia. Tenía mis valiosos cálculos de entrada y distintos métodos rudimentarios para partir el conglomerado de tiempo en unidades cuantificables. Eso me mantenía un poco ocupada durante mis largas esperas. Los primeros tiempos había intentado dormir, pero nunca logré hacerlo. Las imágenes que estaban diseminadas por esa iglesia semi oscura, nunca me resultaron de confiar como para entregarme al descanso. Secuencias de un hombre camino a una salvaje tortura, bebés de miradas intensas, campesinos o mujeres con aura; se recortaban en esa penumbra. Parecían estar al acecho de algo que nunca pude descubrir y para ese entonces estaba segura que cobraban vida a mis espaldas. Yo no les estorbaba. Supongo que se acostumbraron a mi presencia semanal y mi deambular no les interfería en sus asuntos. Eran benevolentes conmigo y eso me resultaba aliviante. Estar en paz con los habitantes del lugar era un elemento indispensable, no puedo ni imaginar que hubiera sido de mí si no les hubiera caído en gracia.
Corrían los ochenta. Mis padres sufrían el furor de una fe cristiana progresista mal vista por los creyentes ortodoxos. Revolucionarios, adoradores de los antiformalismos ceremoniales, estaban en los márgenes de la vida cristiana convencional. Eran un grupo sin propaganda. Eran éso que se esconde, pero que irremediablemente existe. El grano desaforado de la fe cristiana.
Los encuentros eran los viernes o sábados por la noche. Se reunían siempre en la franja horaria del limbo gastronómico. Tarde para meriendas pero temprano para cenas. Hora donde las iglesias cierran su jornada pública porque ya no se brinda ningún servicio al feligrés. Esa deshora, era la hora perfecta para estos fans de los canticos con panderetas, palmas y alaridos. Nada apto para todo público.
Oraban en ese centro religioso helado en los inviernos porteños. Parados uno al lado de otro, cerrándose en un círculo humano, se desprendían de sus cuerpos. Estado de pura espiritualidad -como lo llamaban- o inquietantes cuerpos despojados de racionalidad –como ahora los recuerdo. Abandonaban el ejercicio del pensamiento corriente, cerraban los ojos o mantenían una mirada extraviada en ese centro vacío. Algunos realizaban pequeños movimientos rítmicos con sus cuerpos, leves espasmos o prolijos vaivenes.
Emitían ruidos onomatopéyicos, constantes murmullos monocordes hasta que un alarido rompía esa frecuencia. Un estridente “gloria” o “aleluya” aparecían como las únicas palabras comprensibles de toda esa velada. Eran palabras poderosas y altamente efectivas para el entusiasmo grupal porque siempre lograban enardecer al resto. ¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Gloria a Dios!! Gritaban todos a distintos tiempos mientras elevaban sus brazos y colocaban sus manos como para recibir algo que les caería del techo. Los que llevaban más tiempo en el grupo acompañaban sus dichos con movimientos elípticos de cabeza. Eso recreaba la imagen del trance perfecto -y un envidiable equilibrio corporal. Luego otra vez el bzzbzzz que los volvía a la calma.
Me aterraban porque me hacían sentir como esos personajes de películas catástrofes, donde un pobre infeliz se esconde de una horda de zombis asesinos que lo quieren de aperitivo.
“¿Estarán acá?” Esa duda me acompañada cada vez. Si yo hubiera irrumpido en el medio de ese saloncito, no me hubieran notado. Ellos no estaban acá, o ahí. Y yo estaba sola, en una iglesia vacía a horas verdaderamente extravagantes como para practicar cualquier fe religiosa. Entonces los miraba escondida desde la puerta o deambulaba por el salón central con absoluta libertad. Me corrijo, no estaba sola. Las imágenes me acompañaban, ellas me resultaban bastante menos inquietantes que mis padres y sus amigos.
Algunas veces jugaba a manipular las penas ajenas. Mi rincón favorito era el de las velas, a la derecha de la puerta principal, en la esquina contraria al cuartito oratorio. Alineadas en un cajón metálico de unos diez centímetros de profundidad y con una base diseñada para clavarlas a distancias regulares, se alzaban las velas de las peticiones. Pararme frente a ese portapenas me causaba una sensación muy particular.
Yo era dueña del devenir de las peticiones ajenas. ¿Acaso Dios escucharía los reclamos de los fieles que llegaban sobre la hora de cierre? ¿O los castigaba dejando sus suplicas a merced de una niña aburrida? Yo podía apagarlas, volver a encenderlas, cambiarlas de lugar y hasta comerlas. Yo era el filtro de Dios, eficiente como esas secretarias que ahorran estériles conversaciones telefónicas a sus jefes.
La noche que se me ocurrió comer una vela, las oraciones se demoraron más de lo habitual. Era la primera vez que se hacía tan tarde. Ya no estaba dentro del limbo gastronómico. Mi cuerpo y algunos de mis más certeros cálculos, indicaban que transitábamos la franja horaria de la cena. Mi necesidad alimenticia no tenía interlocutor y de mis tripas sonoras surgió la gran idea de ingerir el objeto con una doble finalidad. Por un lado estaba lo netamente orgánico, tenía hambre y algo tenía que comer. Por el otro, experimentaba por primera vez en mi vida, una voraz sed de poder. Estaba ante la posibilidad de lo que consideraba una enormidad. Ya contaba con la facultad de apagar o manipular pedidos ajenos, pero en ese momento se abría la majestuosa posibilidad de engullírmelos a mi total antojo.
Elegí la que me pareció más larga. Para ese entonces mi malicia era previsible. El castigo recaería sobre el último que pidió algo, sobre aquel que creyó que cerraba el día con su súplica en trámite. Ahora creo que hubiera sido mejor tomar cualquiera de ellas, sin criterio, por azar. Que no existiera lógica en mi elección dejaba a los pedigüeños sin garantías, y éso hubiera incrementado mi sentimiento de omnipotencia a un nivel exitante.
Lamentablemente el asco no me permitió realizar la experiencia, justo cuando estuve a punto de partir esa vela con uno de mis molares. El sabor de la cosa me impidió seguir con la ingesta en el mismo instante donde vislumbré que Dios limitaba mis ansias de poder vía un revoltijo estomacal. Cuando la nausea se evaporó, me invadió un enorme sentimiento de pequeñez.
¡Menudo chiste el de Dios!
De los diez a los trece o de los nueve a los doce había sido condenada a sostener una pasiva vida religiosa. Así como algunos aspiran humo ajeno, yo participaba de un cristianismo vanguardista en manos de dementes religiosos.
En fin, Dios obra de maneras misteriosas.

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martes, 29 de marzo de 2011

Nominamiento

(no-mina-miento)

Ahí estoy yo. Sentada muy temprano en la sala de espera del consultorio mi analista. Llueve. Llueve lento, en silencio. Llueve sin parar pero de un modo que parece casi invisible. Corrí desde el auto hasta la puerta así que apenas estoy mojada. Los que esperan conmigo tampoco parecen mojados. No veo sus paraguas. ¿Corrieron o caminaron entre techos? Nada en sus caras me da una pista. ¿Los dejó un taxi en la puerta? ¿Los trajo el amante de la noche anterior? Tal vez son gente que no se moja, como los patos. En fin… el clima no va a mejorar.
Cada uno anda sumergido en sus cosas. Los celulares modernos mataron el tiempo muerto. Dos de cuatro no levantan la vista de sus gadget, otro ojea una revista de atrás para adelante. ¿Tienen sueño? ¿Pensarán en el tiempo o en lo que le van a decir a mi analista? Finalmente ninguno parece muy concentrado en lo que hace. Prefiero no mirarlos directamente. Hoy no quiero comenzar ninguna conversación. Supongo que ellos tampoco.
Las revistas son las mismas que las de la semana pasada. Ya me las leí todas, seguro la semana que viene aparece algo nuevo y entonces… se convierte en el objeto de deseo más preciado de esta antesala.
Opté por una salida visual al exterior. Una ventana, un árbol, ramas, hojas, muchas hojas, agua, pelo… pelo… pelo… ¿¡Pelo?! Si pelo. Mi flequillo alcanzó unas dimensiones descomunales debido a mi crónica indefinición sobre el porcentaje de cara despejada que quiero llevar. Siempre me pasa.
Sin mirar busqué en mi bolso verde y ahí la encontré.
Click- emite el pequeño objeto.
Clack
Click-Clack
Click-Clack-Click-Clclak-Click-Clack
Una auténtica Click-Clack!!! – dije en voz baja y el que estaba sentado a mi lado me miró.
¿Creatividad minimalista o expresión de una profunda desidia nominativa? Podrían haberla llamado “Sujeta pelo”, “Hebilla sonora a presión” o “Despejador de rostro triangular”. Pero no! El objeto pasa a la eterna fama con un nombre que reproduce con absoluta fidelidad sus sonidos de apertura y cierre. Esa gente es del mismo grupo de los que le pusieron el nombre al “Tiki-taka” y al MagiClic. Claro que los del encendedor doméstico, son una corriente no purista de este movimiento de apasionados por los estímulos auditivos simples.
Ahora recuerdo haber leído en una de estas revistas un artículo sobre corrientes antagónicas y salvajes pujas intelectuales entre los eruditos encargados de ponerle nombre a las cosas.
"Nominalistas silvestres Vs. Nominalismo significante"- decía la nota de tapa.
Los primeros ponderaban lo acústico, y los segundos defendían fervientemente el uso formal del lenguaje. Sorprendentemente compartían el método de nominamiento. Un número impar de expertos se reunía en una sala despojada de estímulos y durante horas miraban o manipulaban el objeto en silencio. Finalizada la fase contemplativa, debatían, votaban y decantaba el nombre definitivo.
Creo que fue a comienzos de los 60 o a mediados de los 50, cuando intensísimas discrepancias políticas, quebraron la unidad de los Nominalistas Significantes. Dicen que a pedido de los hacedores de manuales de empresas automotrices, se reemplazó “Pequeño anexo ventana de tres lados con baja capacidad para la entrada de aire” por “Ventilete”. El cambio causó estupor en los sectores más conservadores y fascinación entre los más jóvenes.
Ése fue el comienzo de una cruenta lucha interna, que los hizo olvidar de plano a sus legendarios archi enemigos Silvestres o Acústicos.
El movimiento disidente atacó con fuerza a las bases históricas, acusándolas de bastardear sistemáticamente la inteligencia del consumidor, con el uso forzando del estilo descriptivo.
Cepillo de dientes, abre latas, tableta mata mosquitos, tacho de basura, quita manchas, barre alfombra; son claros indicios de una tendenciosa maniobra discriminadora de las capacidades intelectuales de nuestra comunidad” – dijo el líder del movimiento revolucionario en un acto en la plaza.
Lo cierto es que gracias al hoy casi extinto ventilete, disfrutamos de palabras como manija, espéculo, bufanda, embrague o cuchara. Ellas me suenan a pura inspiración creadora……

-“A mí me toca?” -Qué rápido que pasa el tiempo acá.

Nota del autor: En este acto repudio a quienes hackearon mi post y agregaron una segunda línea a mi título original. Una corriente contemporánea, anónima y en intima relación con los avances tecnológicos, se dedica a la descomposición maliciosa de los títulos de artículos on-line. Pido disculpas a los lectores por no poder neutralizar semejante acto de vandalismo virtual. MFM

miércoles, 9 de febrero de 2011

Dom(é)st(í)cas

Apenas la segunda mujer se sentó en la mesa, quien la esperaba, le lanzó una enormidad de palabras. Se las arrojaba a intervalos mínimos, casi pegoteadas y a distintos tonos. Hablaba y decoraba esa verborragia incansable, moviendo sus manos, a un ritmo que no acompañaba el de sus dichos. Sus manos flotaban elegantes, amables, serenas, como parte disociada de esa mujer.

Gracias. Gracias por venir con tanta urgencia. No sé qué haría sin vos. Porque no es lo mismo hablarlo con otro. Vos, vos me entendés. ¿Me entendés, no? Las mujeres entienden. Y vos más que todas. ¿Sabes? Tuve pensamientos oscuros, bajos, casi asesinos….se pasó de la raya. Tuve miedo. Hay una raya. Una que es la que no se puede atravesar y ella la atravesó. Me desafió o ... Yo que soy tan, pero tan moderna, moderada, meditada, mmmia!! Esa casa es mía! Y ahí mando Yo! Si YO. Yo sola, yo y nadie más que yo. Yo soy la señora de la casa!

La segunda mujer retiro la vista de la carta de ese bar, la miró fijamente, acompañó la afirmación de su compañera con un sutil pero certero movimiento cabeza y volvió a sumergirse en esa lista gastronómica.

Lo dije…lo dije -y pareció por un segundo aliviada.
Yo soy la señora de la casa. “Señora” -dijo acentuando la S.
“Señora su vuelto” suelta la impertinente cajera de supermercado -esta vez eternizó el sonido de la Ñ.
“Señora, que va a llevar” dice el verdulero con ojos lascivos. “Se-ññño-ra!”. Por dios tengo un nombre -dijo entre dientes.


Hizo una pausa, y el silencio apareció como cosa novedosa en esa mesa de café. La segunda mujer, que ya había cerrado la carta, la miraba con los ojos entre cerrados, como cuando uno quiere distinguir una figura oculta en un dibujo borroso. Doce segundos después, la primera se enderezó en su silla, recogió su pelo con un broche y tornó su semblante hacia uno que parecía más reflexivo.

Tengo dos nombres y un apellido. Un apellido que no es mío, porque me lo dio mi padre. Las mujeres tenemos esos problemas. Tenemos un apellido, pero después nos dicen que es paterno. ¿Entonces tenemos o no tenemos? ¿Vos qué opinás? ¿Porqué me mirás así?

• No nada. El mozo no viene. Qué fastidio! Para ser un buen camarero hay que mantener la mirada por encima del metro ochenta. Autómatas mal intencionados, caprichosos y perezosos. Será que creen que eso los vuelve más interesantes. Por favor! Miran el más allá de la nada misma. Mirá la cara que pone ése. No mira…. Se me va a acalambrar este brazo de hacerle tantas señas…si no me trae un café ya, me muero… que necesidad que tiene de hacerme esperar?! Y lo del apellido es así. Que se yo…a mí el mío me gusta. Cuando me casé nunca usé el de mi ex. Ahí me vió.

Esa es otra cosa que me molesta. Las minas que se cambian el apellido cuando se casan. Una de las médicas del hospital desde que se casó con el jefe de servicio, firma las historias clínicas con el apellido de casada. ¡¿Podés creerlo?! Además la mina como médica es un animal.

• Los maridos no dan el apellido, lo prestan querida. Cuando te divorciás se lo tenés que devolver porque no es un bien ganancial. Para eso mejor no usarlo. Los padres lo regalan y listo. Si te lo dan, te lo dan de verdad, no hay marcha atrás.

También odio a las mujeres que llevan un regimiento de pibitos encadenados colgando del cuello. Verlas me da miedo. Niñitos de oro, sin cara… ¿Están enojados o tristes? - se sumergió en su silla y miró como desconfiada a su alrededor. Su vista apuntaba casi al piso con movimientos de izquierda a derecha.
Tal vez están furiosos y te ahorquen en una siesta. O crezcan, crezcan, crezcan hasta transformarse en muñecotes torpes y abrumadoramente cariñosos. Te quieren tanto, pero tanto…te quieren hasta aplastarte. De ahí viene eso de “Hay amores que matan.”

• A mí me caen simpáticas esas chicas. Detentan fertilidad. Llevan la prole del cuello. Es una buena metáfora, che. Nunca lo había pensado así. ¡Claro! Miles de veces hablamos del desgaste corporal de las madres con sus hijos, del agobio, del cansancio y todas esas sanatas. Pero ésto, ésto mon cheri, es la imagen misma de la cosa. Un reduccionismo visual maravilloso. ¡Estás hasta el cuello, Madre!

La despedí a Berta -pronunciadas estas palabras volvió a ser la mujer de las palabras pegajosas.

• ¡No! ¿A Berta? ¿Berta, Berta? ¿Tu Berta? ¿Qué pasó?! - y al acentuar la última de las vocales, sus ojos en nada se distinguieron de los de aquel mozo de bar.

Si. La eché, le dije que se vaya. Se lo dije friamente, con una distancia que nunca había puesto entre ella y yo. Porque esa casa es mía.

• Si ya dijiste lo de "La señora de la casa", “Se-ño-ra” y…- la otra la interrumpió.

Ella hacía todo lo que yo odio hacer, o lo que no quería hacer. Por eso no me importó pagar el precio que se paga cuando una tiene a otra mujer en la casa. Siempre pasa, en algún momento pasa. Siempre se transforman en una extraña rival. Con el paso del tiempo ellas saben más de lo que ahí sucede que una. Hasta la he llamado algún día del fin de semana para preguntarle donde había guardado alguna cosa. Pero eso no me importaba.
Infinidad de veces hacía oídos sordos a mis dichos. Ella no soportaba mis indicaciones o las contrariaba. “Berta vas a buscar esto a la tintorería” y se ponía a baldear el patio y bajaba a las dos horas. “Berta podés venir, por favor” y se hacía la sorda o la distraída. Siempre se las arreglaba para hacer parecer que las cosas las hacía por propia voluntad y no porque era su obligación como empleada. No sé… creo que eso tampoco me importaba.
Que se hiciera adorar por mi marido y mis hijas, no me importaba tanto. Ella mantenía una mirada altiva sólo conmigo, pero otras veces se dejaba aconsejar y me escuchaba atentamente con un dejo de admiración o agradecimiento. Ella…ella era como mi hija adolescente…con sueldo y horario de salida.

• No existen los hijos por hora. A Berta tenías que ponerle uniforme. Eso cambia la cosa, te lo dije mil veces.

Soporté sus desplantes, sus planteos de derechos delirantes, sus caprichos, insurrecciones, pero no pude soportar el día que se metió en ese cajón.
Los días antes a su despido me había convertido en un ser ajeno e incómodo en mi propia casa. Cerraba mi puerta con una extrañeza…algo no estaba nada bien. Yo me iba porque no quería quedarme a solas con ella. Qué locura! Huía de mi propia casa, no toleraba su presencia.
Tres días antes que la despidiera, salí de ducharme y me encerré en mi cuarto. Abrí el cajón y vi lo que nunca hubiera creído que podría llegar a ver.

La otra mujer detuvo su tasa en el aire, retuvo la respiración, clavó su mirada en los ojos de su interlocutora y se convirtió en piedra.

Mi ropa interior, mis BOMBACHAS, sí, mis bombachas estaban todas alineadas, ordenadas, separadas, acomodadas, toqueteadas con un riguroso y escalofriante pulcro orden. Estaban todas perfectamente dobladas. Acomodadas por color, una al lado de la otra. Había un criterio cromático en el orden. Del rojo al rosa, pasando por el lila, las negras, las blancas, las estampadas… Solo pude pensar en ella. En ella entre mis prendas más propias, tocándolas mil veces y tratándolas como objetos de valor.

• Siniestro…

Al tercer día, sin darle explicaciones las despedí.

• ¡Ahí vuelve el mozo! ¿Otro café?

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miércoles, 12 de enero de 2011

De MoscCas y amoNíaco

Estoy solo y a la espera de mi verdugo. Hace días que huelo mi muerte.
Todo este tiempo estuve oliendo a muerte ajena. Los cuerpos despedazados, los moribundos, la sangre seca huelen distinto. Huelen a moscas. ¿Alguna vez estuvieron en un lugar lleno de moscas? A muchos les da asco o el aturdimiento los hace escapar antes de poder sentirlo. Pero si uno se detiene en medio de esos enloquecidos insectos y espera, se huele claramente su olor. Mi muerte no huele a moscas. Mi muerte huele a amoníaco.
Hasta hace muy poco, vivía con las tripas revueltas, temblaba por las noches e intentaba contagiarme ese espíritu patriótico que ostentaban algunos de mis compañeros. Canté como soldado, defendí a mi patria como soldado y hasta me gané el respeto de mi superior la noche de la emboscada.
Hoy sé que esa ridícula parafernalia militar no fue más que un intento de arrancarme el miedo y mi acto heroico fue pura suerte. Acá la patria es una construcción hecha entre un montón de tipos aterrados, que necesitan creer en algo. Un placebo, como las pastillas rosas que tomaba mi abuela cuando se la comió el cáncer. La vieja hasta mejoró unos meses creída que esa nada la estaba salvando. Qué suerte la de la vieja! A los sesenta y tres días se descompuso y creyó que moría de cualquier otra cosa.
A mí ya no me importa si esto tenía que ser así, o si mi suerte debía ser otra. Estar en este agujero es lo más real que me pasó en la vida. El olor a amoníaco me energiza, me despierta y me vuelve maníacamente otro. Ya no temo a nada, porque estoy muerto. Y estar muerto me vuelve valiente hasta lo imposible.
Para los que ahora vienen soy una miarda a la que temen. Estoy solo, sucio y no pruebo bocado hace días. Yo soy su maldito infierno. Un pobre tipo que resiste en soledad, sin ninguna posibilidad de sobrevivir, pero que resiste. Nadie quiere matar a un fulano que se les parece. Cualquiera de ellos podría ser yo. Y la verdad es que yo, de alguna manera, agradezco no tener que ser ellos.
Al saber que nadie iba a venir por mí, pensé en quitarme la vida. Pero pasó que cuando estaba repasando mentalmente mi técnica suicida, el olor a moscas se transformó en otra cosa. El amoníaco fue como una revelación, me aclaró el pensamiento, borró los dolores y me sació el hambre. Ahora Yo soy amoníaco y tengo un objetivo claro.
Creo que no dejé nada atrás, me deshice de todo antes de venir para acá. No hubo amores y los grandes amigos quedaron reventados bajo fuego enemigo al tercer mes de llegar. Sólo queda mi madre. Pero posiblemente ya este acabada por la pena. Ha sido una gran madre, pero yo ya no soy ése que ella cree. Igual, finalmente que a uno lo llore la madre no es un gran mérito. Las madres siempre lloran o recuerdan a sus hijos por más cretinos que ellos sean.
Mi último o mi único gran acto está por sucederse. Voy a esperarlos. Voy a parecer rendido, eso los obligará a detenerse porque no se puede matar a un infeliz desarmado (Bah… se puede, pero no se debe). Durante esos segundos, ellos me olerán y entonces me reiré. Me reiré como desquiciado hasta llenarlos de espanto. En ese instante, miraré fijamente a los ojos al que parezca más aterrado, para lanzarle una frase que no va a olvidar el resto de su vida. Diré algo que no se entienda pero que suene a maldición, algo que lo aterre aún más y lo haga caer en la trampa de matar al que tiene la solución del enigma.
Creo que esta es la escena de una película que ví alguna vez o tal vez...No! esta es una de las revelaciones de mi estado amoníaco! Sí. Estoy seguro!
Cuál es mi último deseo? Que el que me dé muerte sobreviva a este infierno. Quiero que mi risa y mi frase ridícula lo acompañe por el resto de sus días. Sólo así voy a sentir, que algo de mí queda en este mundo y que sin mí, ese hombre, nunca va a encontrar paz.
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miércoles, 22 de diciembre de 2010

Mi parte + tarada

El sobresalto de un mal sueño la despertó de madrugada, dejándola en un duermevela hasta que sonó el despertador. Una frase, resto de ese estado onírico, rebotaba enloquecida en su cabeza.
Siete horas más tarde, se sentó en un bar y escribió: MI PARTE MAS TARADA.
Quedó con la mirada fija en esos caracteres, como si contemplara un órgano que había arrancado de lo más íntimo de su cuerpo. Lejos de espantarse, esa exterioridad le causó cierto alivio.
Leyó y miró.
La frase le hacía creer que su taradez tenía límites. Seguramente le resultó alentador saberse no-toda tarada.
Volvió a leer y arribó a otra conclusión. El fragmento destacado de su idiotez, era un recorte definido del conjunto de su taradez ordinaria. La taradez corriente contenía un núcleo concentrado. Una elite tarada bien limitada.
Justo cuando empezaba a pensar en lo equívoca que le resultaba la palabra “limitada”, llego el camarero.
Pidió lo de costumbre y volvió a sus cavilaciones.
¿Cuál sería el contenido de lo radicalmente tarado?
Claramente algo le impedía el acceso a esa información. ¿Y si sus fragmentos no-tarados eran una minoría inoperante?
Leyó una vez más y se agitó.
¿Y si en vez de ser una parte interna fuera su parte más expuesta?
Algo así como un cartel humillante que se porta en la espalda sin saberlo. Una marca que se carga en la más solitaria de las ignorancias, pero a la vista de todos.
“Maldita ironía” se dijo.
Quien quiere ver está impedido y quienes pueden mirar no quieren hacerlo. Una vez que se vio es imposible retirar la mirada o apartar los pensamientos de allí. La incómoda fascinación que experimenta el espectador, es la misma que se siente al descubrir en un interlocutor el cierre bajo de su pantalón.
Agazapada tras su portátil miró con desconfianza a cada uno de los que ocupaban ese lugar.
“¿Y si ellos supieran…?”
Su creciente agitación la turbó. Dejó algo de dinero sobre la mesa, chequeó el cierre de su jean y salió corriendo, asfixiada por su propia estupidez.

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viernes, 3 de diciembre de 2010

La moda no (in)comoda

Hace muchos años, un amigo me contó que alguien le dijo: “La moda no incomoda”.
Esa frase fue dicha uno de esos días de aplastante calor porteño. De ésos que no sabemos qué hacer con lo poco que llevamos puesto. El sujeto en cuestión, el amigo de mi amigo, andaba con unos jean bien pegados a sus piernas y borceguíes hasta las rodillas. Se me ocurre que usaba remera oscura y alguna tacha en su cinturón. Un autentico punk star que no encontraba razón para discontinuar su estilo por un detalle térmico.
• Una joven mujer, llegaba todas las mañanas a su puesto de trabajo en un hospital, perfectamente maquillada. Cinco años después de conocerla me dijo que su pelo lacio era producto de una sistemática labor matutina, al igual que el sombreado de sus ojos, la máscara de sus pestañas y la base que le daba esa apariencia tan tersa. Jamás mencionó la palabra “tedio” o “sacrificio” mientras me detallaba sus amaneceres beauty.
• Un hombre trabaja desde hace veinte años, con riguroso traje y corbata. Nadie lo obliga. Muy rara vez se saca el saco. Jamás se arremanga. Sus zapatos acordonados siempre están lustrosos. Nada parece afectar su imagen empresarial. Su temple atérmico le permite llevar este atuendo con total elegancia. No importa si esta helando o si el calor derrite el asfalto. Dicen que llega a su casa y en vez de arrancarse esas formales vestimentas, circula por su vivienda con una comodidad que desespera a sus acompañantes.
• Pleno invierno. Las jovencitas salen por las noches desprovistas de abrigo. Se ven bellas y sugerentes. ¿Para qué taparse u obstruir la mirada de los otros con un contundente sweater? Van livianas. Parecen ajenas al frío circundante.
¿La moda no incomoda?
Durante muchos años conservé en mi memoria el fragmento de una historia que me contaron en mis tiempos de colegio. Como tantos otros recuerdos, vagaba apaciblemente en la superficie de un desfigurado mar oniroide. Lo rescate de allí, uno de esos días donde no se me ocurre qué escribir y busco inutilidades en el Google. Abruptamente desperté de la modorra mental cuando el buscador lanzó sus resultados. La fidelidad con que conservé algunos detalles era sorprendente. El título era exacto, la lógica de la historia estaba inalterada.
Algo hizo que no olvidara ese texto. Tal vez la ingenuidad de suponerle un trillado final trágico, lo dejó como alma en pena del recuerdo. Yo había errado en mi joven conclusión y él quedó a la espera de ser re interpretado.
Se trata de la historia de un erizo que se automargina por suponerse espantoso. Alguien no especificado lo decora con bellos objetos, captando así la atención de todos los demás. Fascinado por la fascinación de los otros, el erizo se olvida de su subsistencia más básica hasta morir. (“La inmolación por la belleza” de Marco Denevi. Googleenlo).
¿Mi conclusión actual? Muere bello, esa fue su auténtica elección. Su elección de vida.
¿Estos sujetos padecen el frío o la incomodidad? ¿Sufren pero su satisfacción es mayor que el padecer? ¿Aman la molestia? ¿O se trata de una incomodidad que se activa en el espectador, al ver algo que lo inquieta en algún otro?
Por mi parte, en cuanto a la vestimenta siempre me consideré amante de la practicidad y la simpleza. Si algo incomoda, no se usa. Si algo requiere mucha atención, no se usa. Si algo me hace perder la libertad de movimientos, tampoco se usa. Entonces creía que me las arreglaba bastante bien con una moda que no me incomode.
Descansaba en este postulado hasta hace unos pocos días. En la cocina de mi querida amiga LuzMaríaNélida descubrí que la moda me incomoda fatalmente. Me sentí de traje, con borcegos y los pelos patéticamente erizados.
Tuve esa revelación mientras lavaba miles de hojas verdes de distintas especies. Rúcula, espinaca, radicheta y toda su parentela. Hoja por hoja, porque en esas cosas soy muy meticulosa.
Como somos gente moderna, nunca, ¡Jamás! faltarán de esos rejuntes verdosos en la mesa.
La mixta o la de chaucha y huevo, solo quedan reservadas para la intimidad del hogar. Vendrían a ser como las pantuflas o el joggings desteñido de la gastronomía. Ni que hablar de una jardinera con mayonesa!
Finalmente la moda me incomoda y me fastidia un poco. Pero el deleite con el que saboreo esa melange vegetal, logra barrer cualquier vestigio del fastidio pre comilona.
Ahora entiendo mi cara de espanto cuando veo a alguna de esas chicas desabrigadas desde mi auto híper calefaccionado. El frio es mío, no de ellas. Y aunque sientan las bajas temperaturas sobre su cuerpo, esos peatones nocturnos circulan sin reparar demasiado en ello.
Sus escasas vestimentas en las noches de invierno son como… mi sublime (e higiénica) ensalada de hojas verdes. Bueno, algo así…no sé si tanto.
Del make up a las tachas, del mundo gastronómico hasta la retórica, o de las religiones a la hipotermia nocturna; los caminos siempre estarán plagados de elecciones íntimamente personales. No hará falta atravesar el último de los umbrales como lo hizo el erizo. Finalmente, cada uno sabrá hasta donde es capaz de avanzar en la búsqueda de lo que cree más bello.

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miércoles, 24 de noviembre de 2010

MuJeReS MaRCaDORaS (baños públicos II)


¿Por qué algunas mujeres dejan mensajes de amor en las puertas de los baños públicos?
Ellos jamás los leerán.
Ya he dicho que nosotras podríamos ingresar a sus baños, ¿pero ellos a los nuestros…? Salvo alguna invitación no santa, es impensable. Y en el hipotético caso de que alguno sea el feliz protagonista de esos infrecuentes encuentros furtivos, ni muerto malgastaría su tiempo en ese tipo de lectura (ni en ninguna otra, claro).
Un triste final para la efusividad afectiva. Mensaje sin lector, que se desvanecerá por la acción de algún limpiador cremoso.
¿Pero son simples declaraciones de amor de infortunada suerte?
De ser así, habría que suponer una autora torpe o de una estupidez inmanejable agravada por los efectos del enamoramiento. Un sujeto inadaptado con la compulsión a estropear la propiedad ajena.
Personajes de ese tipo, hay a montones. Muy posiblemente, ahora mismo anden dejando marcas en algún local de comida rápida. Estas pobres siempre serán unas marcadoras amateurs. Irreparablemente ingenuas, por no saber que para que el interesado lea, hay que escribir arriba de un mingitorio.
Las escribientes profesionales, las que hacen esto sin perder detalle, evidentemente son otras. Su objetivo, también es otro.
Los mensajes que ellas dejan, están engañosamente dirigidos a los hombres. Ellos son parte fundamental del asunto. Son el objeto valioso puesto en juego, pero en ningún caso van a ser su interlocutor.
El verdadero destinatario, son las otras. Las que usan los baños y cierran esas puertas escritas. Cualquiera de ésas podría ser una rival mal intencionada. Todas son sospechosas, salvo, las de la misma estirpe.
Parte del profesionalismo que las caracteriza radica en que son sumamente leales con las del propio gremio. Nadie mira al fulano marcado y en casos de fuerza mayor, responden con un solidario espíritu de grupo.
Entonces estas pinturas rupestres urbanas, podrían ser la sublimación del más primordial e inquebrantable empuje posesivo de estas féminas. Un tipo de dominio que no necesita ser detentado con gestos grandilocuentes, ni con aparatosos andamiajes bélicos.
Sin llegar a hervir un conejo, ejercen un certero efecto disuasivo sobre el resto del género. Escriben señales de advertencia. Marcas entre mujeres. No hace falta ser una de ellas para poder decodificarlos. Son auténticas declaraciones de guerra al portador, expuestas en los lugares más apropiados.
¡¿En los lugares más apropiados?!
Sin duda. Ya he dicho que estas mujeres son verdaderas profesionales, no?
Repasemos.
Los mensajes se dejan en las caras internas de las puertas de los compartimentos individuales de los baños públicos de mujeres. (Uf! Eterno como para ser una casualidad).
Una vez adentro, la falta de espacio dejará la puerta sobre las narices de la usuaria volviendo inevitable la lectura. Las desnudeces de las partes íntimas, irán evocando tácitamente otros usos de esos territorios corporales, guiando tendenciosamente la interpretación de esas líneas.
Hasta aquí tenemos una efectivísima entrada en tema en solo dos pasos.
Pero estas chicas, verdaderas estrategas, también basaron la elección de la locación en un dato estadístico. El 98 % de las mujeres que ingresa a un baño de uso masivo, adquiere la posición de “cuclillas flotantes sostenida” para hacer uso del inodoro.
El ánimo relajado tras el aliviante acto de la evacuación, una posición no apta para la lucha y la imposibilidad de escape debido al estorbo de las ropas caídas a la altura de la rodilla, dejan a la lectora en un estado de total indefensión.
Ese es el punto exacto donde el mensaje cobra un sublime valor intimidante.
Porque desde ahí se lee: “Ojo! Ése es mío. Capito” y a partir de ese momento la inmovilidad y la demora sanitaria se vuelven temerosamente inquietantes.
Se cree que la pertenencia al grupo de mujeres marcadoras solo está reservada a una elite de aguerrido entusiasmo posesivo. De madres a hijas se van transmitiendo oralmente los valores más emblemáticos del linaje. Desde los primeros días de vida, se las orienta bajo estos principios. Es como una marca congénita, una identidad, un estilo de vida incuestionable.
Actualmente, las camadas más jóvenes han revolucionado el originario statu quo, al ir abandonando los indelebles por no ser compatibles con la era del Touch-screen y el wi-fi. Si bien en los primeros momentos hubo una potente resistencia desde los sectores más conservadores, la armonía quedó restablecida y el espíritu reforzado, cuando las activistas ortodoxas descubrieron que un solo posteo en facebook equivale a de más 100 puertas escritas.
Nuevas formas de expresión, para una pasión incontenible.
A bientôt muchachas!

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