martes, 11 de mayo de 2010

SIEMPRE ¿no es mucho?

Como todos los lunes a la mañana, caminé por esa calle arbolada de mi barrio por la que ando cuatro veces a la semana, los dos mismos días del calendario, en igual horario, desde hace ya algunos cuantos meses. Ando y desando el camino con diferencia de tres horas. Nunca falto al lugar que voy y tampoco omito esa cuadra por más que varíe el recorrido previo o las últimas manzanas antes de llegar a destino.
Siempre paso por ahí, creo que en un primer tiempo fue pura casualidad, pero ahora es uno más de mis actos voluntarios y no azarosos. Voy por la misma vereda, no por comodidad o eficacia, sino porque esa me gusta mucho mas que la otra. Tiene en una de sus esquinas una casa a la que le están haciendo varias reformas desde que comenzó el año. Gracias a que siempre tiene puertas y ventanas abiertas, puedo introducirme con la mirada en cada rincón visible y comprobar si algo cambio durante los días que me ausente. Me convertí en una gustosa testigo de la metamorfosis inmobiliaria, que contemplo sin pausa ni crítica.
Esa era una esquina de las que pasaban absolutamente desapercibidas. De esas que nunca nos servirían como referencia para orientar a un conductor, porque como la casa de la ochava, hay centenas por los barrios de Buenos Aires. Se la podría arrancar e insertar en otra zona de la ciudad que nunca dejaría de pasar inadvertida.
Los reformistas, tal vez a disgusto con la pobreza de estimulo que encarnaba esa vivienda, están siendo mas que generosos con los cambios exteriores. A fuerza de recubrirla prolijamente con piedra, dejó de ser esa apática casa de final de cuadra para convertirse en Otra. Tal vez se la podría rebautizar como “la casa con piedras de la esquina de una calle arbolada”, “la casa empedrada” o “Uy! Y esa casa?”.

Ayer andaba con retraso y entonces, un poco a las apuradas, repasé lo que creí más evidente, como para no perder mi costumbre mirona. Lo que debía haber sido un vistazo rutinario se transformó en un sorprendente instante de descubrimiento. Un pequeño detalle en unas de las ventanas tantas veces vista, se recortó de la totalidad de ese inmueble y sólo pude ver Eso.
Como no haberlo visto antes?! Sin lugar a dudas eso lleva varios años ahí, hay marcas del paso del tiempo que lo demuestran; sin embargo nunca me había imaginado que pudiera haber tal cosa en uno de los cristales.
En líneas generales odio las calcomanías, no me gusta verlas en autos, puertas o ventanas. Me resultan un estorbo, un adorno innecesario que ensucia el campo visual y por considerar que desarmonizan plenamente en todos los contextos, no escapan a la absurda atención que empeño en este tipo de cuestiones de poca monta estética.
Ese calco lucía un fondo blanco amarillento y unas grandes e híper nítidas letras negras con un corazón del tamaño de todas las líneas escritas.
Seguí, caminé unos veinte pasos sorprendida por el hallazgo y el recuerdo de esas fotos que se pegaban en las vidrieras cuando el Papa Juan Pablo II vino de visita al país. Se me ocurrió que ese merchandising religioso podría ser contemporáneo a esta pegatina recientemente descubierta.
No pude seguir.
Transcribo el texto: “Solo amar para siempre es amar de verdad. No al divorcio!” Y claro, el simétrico y regordete corazón.
Quedé en blanco por algunas cuadras (y a la vuelta le saque la foto).
Con el texto resonando en mi cabeza, caí en la cuenta que mi asociación visual fue instantánea y absolutamente pertinente. Sospeché que quien habría pegado ese calco, muy posiblemente era poseedor de esos stickers papales o que conservaría algunos de los pósters del pontífice que se repartían a los fieles en la víspera de la visita.
Ese texto, que se pronunciaba rotundo, certero como manual de procedimientos no tuvo en mí el efecto que creo hubiera esperado su autor. El enunciado y la enunciación que le supongo, deberían causar un aquietamiento al deambular errático de los pensamientos, sin embargo no sentí encontrarme con una verdad revelada que neutralizara mis preguntas. Me parecía un enunciado poderoso, pero de eficacia vencida.

¿“Amar para siempre” es sinónimo del “hasta que la muerte nos separe”?
Uno podría amar hasta morirse. Si tuvieron el placer de ver una película que se llama “El marido de la peluquera” (Le mari de la coiffeuse) sabrán de que les hablo y sino podrán imaginarlo sin mucho esfuerzo o buscar el DVD en su video club amigo.
También podríamos amar felizmente y mientras lo hacemos morir por cualquier otro motivo bastante menos glamoroso, como un accidente de tránsito, complicaciones cardíacas o a causa de alguna de esas pestes modernas que arrasan con miles.
¿Otra opción? Creer que con un amor que se nos fue, se nos escapa también la vida y entregarnos al abandono hasta materializar nuestra desaparición sobre la faz de la tierra. Un poco menos trágico, sería pensarse muerto simbólicamente y renacer en una novedosa versión de nosotros mismos que nada conserva de aquella que alguna vez amó, salvo porque reencarnamos en nuestro propio cuerpo.
Me esfuerzo un poco más, para resultar menos novelesca y me pregunto por esos lazos que se van destiñendo o deshilachando con el paso del tiempo, sin conservar rastros del esplendoroso entusiasmo del amor joven, ni los indicios del comienzo de ese triste proceso de desgaste que inicia un camino silencioso y muchas veces sin retorno. ¿El “amor para siempre” incluirá también lo descolorido, lo agujereado, remendado o maloliente? ¿Estará condicionado el ”siempre ” a requisitos del estilo: siempre que haya algo que se le parezca a lo que creímos que es el amor? ¿O es “siempre siempre” como irremediable infinitud que podría devenir en tormentosa plomada infernal o cruz a cargar mas allá de los deseos de los amantes (o de los que alguna vez lo fueron)?
La primera de las afirmaciones “Solo amar para siempre…bla,bla,bla”, me resulta un tanto simpática, porque es de esas que podrían ser el centro de mis largas conversaciones de café con un muy querido viejo amigo. Nos imagino desarmándola, re combinándola y cuestionando cada uno de sus elementos hasta caer en alguna conclusión de lo más ridícula o exhaustos por el estéril ejercicio mental.
Pero la enfática afirmación final que corona el cartelito adhesivo es burda, opaca y sin posibilidad de ningún juego retórico. En el texto global y precisamente en esa última oración, hay un término que esta tácito y ese es sin dudas el significante matrimonio.
Necesariamente habrá que pasar por allí para que la prohibición del divorcio tenga algún sentido. ¿Sino para que prohibir lo que no nos compete o carece de valor para las partes? Las prohibiciones siempre recaen sobre aquello que resulta atractivo o fascinante (aunque eso nos lleve al borde del horror); de otro modo serían una total pérdida de tiempo o de recursos valiosos. Entonces la serie “Amor verdadero = Matrimonio + No divorcio” es la propuesta allí planteada. Cada quien sabrá si la toma o la deja pasar.

Personalmente se me impone la idea de que eso es una trampa fatal. Aplasta eficazmente cualquier deseo que ande dando vueltas con su postulado generalizante y torna la ilusión de los que se aman en bien a asegurar para los tiempos venideros. Como si ese amor pudiera transformarse en titanio.
Finalmente el matrimonio o el divorcio son figuras legales de las cuales uno podría hacer uso, sin necesidad de que el amor entre en juego en estos ceremoniales. Pero en aquellos otros casos, donde este vivificante sentimiento es el motor fundamental para que una pareja decida dar cuenta ante la sociedad de que los une el amor, ¿no sería el matrimonio un pasaje formal a la entrada de lo que cada uno recree con el otro en plan amoroso? El germen de ese encuentro es una historia imposible de duplicar por ser tan singular como la combinación misma de esos dos, que sueñan con lo perdurable y que tuvieron a gran dicha de cruzarse en el momento oportuno para que eso les sucediera. De ser así, el lugar para las generalidades sería bastante escaso o al menos no fundante en el advenimiento de ese vínculo.
¿Será por el protagónico papel que cumple en el amor la contingencia que decidimos afiliarnos a instituciones de este tipo para alivianar un poco las ansiedades que surgen de este sentimiento único y falto de garantías?

El matrimonio y el divorcio son una gran dupla. Uno es inevitablemente entrada y el otro la salida. Esta última puerta que para algunos podría ser usada como escape regio para desaparecer de escena, sin dificultad seria una buena salida de emergencias, exitosa para la fuga, pero a condición de dejarles a quienes la traspasen una marca perdurable en el alma.
Sin tener que andar atravesando umbrales, también se la podría pensar como un lugar por donde entra un poco de aire freso. Una puerta de esas que no cierran hermético, de esas que si nos acercamos sentimos una leve corriente de aire que viene desde el otro lado y solo con eso ventila el ambiente en el que estamos. Una señal de que esa elección que se tomó no es irrevocable, que somos libres para cruzarla o contemplarla de tanto en tanto como para corroborar que la habitación en la que estamos es cuarto y no nicho.
Con la elección en nuestras manos, con esa puerta sin cerrojo, la unión que se produjo es lazo entre quienes podrían estar ahí hasta el final de sus tiempos o no. Una puerta que por el sólo hecho de existir quita el rigor mortificante de la eternidad que recae sobre algo que no debería convertirse en un forzoso exceso de equipaje.
En todo caso, en vez del “hasta que la muerte nos separe”, podríamos divertirnos (y también morirnos de miedo) diciendo “Hasta que alguno sienta que hay que abrir esa puerta”.


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A contrapelo del cliché