domingo, 25 de abril de 2010

La Esperadora


Se sentó y esperó. Esperó días enteros señales de aquel hombre que la había deslumbrado sin tener siquiera un rasgo que le resultara verdaderamente interesante. Mientras esperaba repasaba una y mil veces los motivos de su espera. Tenía una larga lista de puntos irrelevantes que leía cada día de manera meticulosa, sentada frente a esa ventana, cansada, pero con una extraña e incontrolable voluntad que sobrepasaba sus deseos.
A su inútil lista la guardaba celosamente. Nunca se supo de sus verdaderos motivos, claro que tampoco nadie sabía que lo esperaba de esa manera. Lo hacía en soledad, era su ritual privado y seguramente la avergonzaba que otros descubrieran o sospecharan este ceremonial en ella.
El temor a dejar alguna evidencia frente a los que la rodeaban la salvo de quedar petrificada en la fascinación que sentía por ese lugar. Debía despertar de ese inercial estado, para volver trabajosamente a la versión de sí misma que había construido a lo largo de su vida.
Fue luego del encuentro con la ventana que comenzaría a vascular entre aquella versión elaborada artesanalmente y una otra desconocida, que irrumpía sin posibilidad de retoques cosméticos. Solo a condición de volver a aquella que era la original, lograba retomar algunas de sus rutinas, dejando a esa ventana privada de su mirada. La entristecía saber que por un tiempo estaría lejos de allí y la intranquilizaba la posibilidad de que El asomara en su ausencia y sospechara que ya no iba a regresar.
Hubiera estado disponible siempre para el hombre de la ventana, allí sentada como adorando esa abertura, ese recorte por donde se observaban. Pero cuando sus ensoñaciones comenzaban a ceder, cuando ya no quedaba mas remedio que despertar, caía agotada por el cansancio y con la profunda sensación de que se lastimaba salvajemente. Solo entonces, la idea de nunca mas volver comenzaba a dibujarse tímidamente.
Esperaba lo que intuía nunca iba a suceder. Esperaba con un optimismo que le era un tanto ajeno. Crecía sin tener razones y la entusiasmaba a pesar de sus inequívocas racionalizaciones que lo suponían estúpido o enfermizo. Se alimentaba de ella como una criatura de existencia parasitaria, que amaba fervorosamente a la espera mucho más que a su portadora (como si ese esperar pudiera separarse de la mujer y seguir con vida).
Cuando lo esperaba, se transformaba en una auténtica esperadora. Toda ella esperaba, se colmaba de espera, derramaba espera. Esa pausa activa tomaba consistencia y avanzaba cada vez mas, arrasando todas las otras cosas de su vida. No podía detenerlo, odiaba ser la esperadora, pero no sabía como dejar de serlo. El goce que la tomaba era lo bastante perverso como para permitirle ver lo que iba dejando atrás. Cosas que amaba de otra manera, a las que casi ya no podía alcanzar, porque la ventana no era compatible con el resto de las piezas de su vida.
El juego de la ventana, ese amoroso juego que habían inventado alguna vez, los había arrastrado hasta un lugar que nunca hubieran creído. Se habían encontrado sin buscarse y los había conmovido tanto esa contingencia que ya no pudieron dejar de acudir a esa cita que habían acordado sin pronunciar palabra.
Vivía cada vez mas dividida entre el amor que transcurría en sus pensamientos y esos otros; más terrenales, ordinarios o en los que rara vez se detenía a pensar. Así fue que se enamoró de ese hombre con poco brillo, dubitativo; al que ella sospechaba incapaz de tomar el riesgo de quedar atrapado por las pasiones del cuerpo. Un hombre cobarde, ineficaz, obsesivo hasta tornarse femenino; pero que en su dormitar fantasioso se transformaba en otro. En un otro encantador, tangible, y con las fuerzas suficientes para desafiar a su propia suerte con tal de poder tocarla.
Del otro lado ese hombre estaba clavado a los marcos del agujero. No había más que mostrar que lo que se veía desde donde estaba la que lo esperaba. Lo turbaba la idea de que ella pudiera moverse y descubra su insalvable pequeñez o la comedia con la que intentaba retenerla siempre a distancia. Cuando ella intentaba modificar la posición que tenia asignada, aunque sea levemente, se aterrorizaba y como todo acto de gran impotencia, la maltrataba desde lo alto para neutralizar la intención de la esperadora. No soportaba que ella deje de ser eso y no iba a permitirle ningún desplazamiento que pusiera en riesgo el velo con el que se protegía de sus peores fantasmas ¿sería un hombre atormentado por sus pensamientos, inhibido para amar mas allá de lo intangible o simplemente un cretino? Él efectivamente se transformaba en otro cuando asomaba y la miraba. Casi era otro y eso le gustaba.

La mujer que se había creído incapaz de caer en semejantes trampas desde el día que decidió no creer más en el amor, no encontraba las fuerzas para huir. Respondía a los reclamos por sus inapropiados movimientos con solemne obediencia, intentando que eso sea traducido como una demostración más de su devoción.
Quienes más la conocían, notaban en ella un leve extravío en su mirada. Esquiva, porque temía a que pudieran hacerle alguna pregunta, hacía unos intentos desmedidos por mantener ese toque de cinismo que la caracterizaba y que ahora se le notaba como una prótesis reforzada y mal puesta.
¿Sufriría por reconocerse vencida ante un amor ? Un amor del que ella se hubiese reído a lo grande si alguien le hubiera contado los detalles de una historia como la suya. Solía bastardear socialmente ese sentimiento como pasado de moda o abusivamente ficticio. Tal vez no hubiera sufrido si el amor que la atrapaba era un amor de esos que se pueden usar, modificar, acariciar o apretar hasta estrujar. De esos, si quería. Se burlaba por rutina con sus amigos pero los anhelaba con un espíritu crédulo y dóciles ansias por transitar los clichés de los amantes. Gustosa hubiera dejado caer todas sus teorías de militante desamorada del amor.
Paso así meses eternos que podrían haberse agrupado en años o en siglos. A esa altura el tiempo le resultaba una variable sin importancia.
De no haber sido por la milagrosa mutación que comenzó a gestarse en su interior, todo seguiría siendo, más de lo mismo.
Vislumbro que el dolor o el cansancio que horadada su entusiasmo estaba ligado a la distancia que había entre ambos. Una distancia puramente física, geográfica. Distancia medible en metros, o con reglas escolares. Distancia que impedía el contacto entre los cuerpos.

Ahora esperaba no tener que esperar más. Ya no podía descansar plenamente en sus fantasías. El juego se había vuelto defectoso, desde que quiso que ese amor exceda los pensamientos.
El hombre que amaba simulaba jugar. Parodiaba al que jugaba pero jamás sería el participante que esta en la cancha. Sabía de las debilidades de la esperadora y hacía un hábil uso de ellas quedando siempre en su apacible marco de ventana, inmovilizado por la duda de no saber si ella podría amarlo si confesaba su incompletad, sus torpezas o descubriera alguna de sus miserias. Soportaba esa duda porque no era ese “no saber” el que lo inundaba de angustia. La clave de ese afecto que no engaña, era que ella este ahí para El.

En uno de sus últimos estados de somnolencia, la mujer escribió unas palabras en el cuaderno que llevaba siempre en su bolso.
Las leyó varias veces hasta que hizo una mueca que le borro el pesar en su cara.
¿Por qué no había podido ver con claridad de qué se trataba? ¿Cuándo fue que abandono sus sospechas de que Ese era un “como si” de jugador y lo creyó capaz de mover fichas? ¿O fue al revés? ¿Esperando que sea jugador de cancha se encontró con un farsante? ¿Porque no seguir dormitando en la historia inventada eternamente? ¿Violó las reglas del juego de las fichas estancas queriendo deslizarlas, suponiendo que era inevitable hacerlo? ¿La farsa era ese juego higiénico en distancias o su idea de rebasar los límites?
Ese pareció ser un momento de gran lucidez.
Ya no importaba si ese hombre podría existir más allá de ese recorte, ni que El fuera incapaz de salirse de ahí.
El la confundía. Ella sabía que El era confuso, pero se dejaba confundir con tal de recibir los gestos que El sabia y quería dedicarle.
Ese amor era inmenso y limitado, apasionado y rigurosamente a la distancia. Apacible y sórdidamente tormentoso.
Ahora sus ojos parecían más tristes que nunca, se había esfumado ese extravío del que se habían acostumbrado. Volvió a su ventana, más enamorada que nunca y justo cuando estaba posicionándose ese medio hombre, la mujer le dedicó un gesto único, asombrosamente traslúcido de su sentir y se retiro.
Lloró por su pérdida y por saberse una mala jugadora de ese metajuego. Lloró casi hasta el desmayo cuando efectivamente comprobó que El nunca podría acercársele.
Nunca más volvió a esperar a ese hombre.

(En el instante que la vio partir El intento saltar y salirse de ese agujero; pero cuando sintió el vacío en su cuerpo no pudo hacerlo. Se aferró nuevamente a esos marcos y en silencio, inmóvil, la vio alejarse. La dejó partir, no porque no la amara, sino porque amaba más a su refugio que a cualquier mujer).
En Facebook
A contrapelo del cliché

martes, 13 de abril de 2010

Amor a la Idiota

¿Cuando uno se encuentra en la vida con otro, cómo saber si algo del orden del amor o sus derivados está en el aire? ¿O si ese tan antiguo y nunca pasado de moda sentimiento es capaz de producirse, de recrearse entre de esos dos que se encontraron? ¿Será posible precisar la existencia de ese fenómeno y proyectar sus posibilidades?
El amor parece ser un algo escurridizo, intermitente, absolutamente enigmático en los comienzos, un poco más predecible con el paso del tiempo y de una burlona falta de patrón que desorienta la búsqueda o la confirmación de su presencia.
Habrá que andar a tientas en la oscuridad de la ignorancia por un largo rato, soportando la sensación de un posible golpe inminente, hasta lograr captar algún rasgo que oriente al participante a seguir por ese camino lúdico o a buscar la más cercana salida de emergencia por donde salir huyendo.
Cada una de las combinaciones que prosperan, cada par que se arma, producirá un lazo novedoso y sin instructivo adjunto; con lo cual, aquellos que tengan amplia experiencia en el rubro no perderán la capacidad de asombro, la posibilidad de recibir lastimaduras varias o de caer en estados impensados de turbación del pensamiento.

¿Por qué se adoran los primeros tiempos del romance y se los añora en los períodos de calma, cuando son los que mas hacen sufrir con su absoluta falta de garantías?
Es cierto que hay un estado de constante inquietud y de sufrimientos cargados de mil tensiones en los orígenes, pero toda esa intensidad puede llegar a transformarse y mutar en tensión formidable cuando todo aquello decanta en un esperado encuentro. Esta metamorfosis si duda es intuida por los amantes y los empuja a embarcarse en empresas inciertas donde no hay casi lugar para la variable costo beneficio.

¿Pero el mientras tanto? ¿Los intervalos encuentro, desencuentro, encuentro?
El espacio entre gesto y gesto del otro, muchas veces esta repleto de cálculos estériles donde los amantes juegan el juego que mas odian, pero que no pueden dejar de jugar. Los más clasicos cuentan los días antes de marcar un número, se retuercen en su afán de no condescender a sus deseos y padecen a la vez que se sienten satisfechos por su abstinencia, como quien comienza una dieta de lunes. Otros realizan una búsqueda de mensajes ocultos en frases de poca monta pronunciadas por su partenaire y entonces se vuelven devotos de la retórica o dementes suponiéndole una significación oscura a cada movimiento del otro. En estos ires y venires no es difícil encontrar a gente ensimismada en sus cavilaciones, o a personajes realmente brillantes convertidos en enfermos nerviosos con falla de medicación o analistas de vacaciones.
¿Porque no decir y ya?
Practicar un estilo directo e involucrarse con otro ser humano parece formar parte del grupo de las incompatibilidades.
¿Será que los amantes temen quedar expuestos? Y de ser así ¿expuestos a qué?
Freud en unos de sus tantos textos habla del amor o mejor dicho del estar enamorado como una cuestión de distribución de cargas. Sin ponerme teórica, sino más bien salvajemente didáctica, amar significaría quitarse un monto importante de libido y tirársela encima a nuestro objeto. Esta redistribución traerá como consecuencia un empobrecimiento del yo enamorado y la sobrestimación del amado.
Convertido en una versión barata de sí mismo, ese pobre yo abandonado y a merced de su grandioso amante, sólo recobrará su brillo a condición de ser correspondido; lo que implicaría que el otro saque de lo suyo y lance para su lado. Y en ese punto estamos bordeando un vacío. Como no se trata de una ciencia exacta, nunca se sabrá certeramente si en la repartija de libido quedamos en igualdad de condiciones. Se podría entonces perder nuevamente la calma y sumergirse en el mas inestable de los terrenos, si se decidiera emprender la tarea de indagar por el cuánto.
Habrá que lidiar con ese yo enamorado y por momentos despabilarlo a las patadas de las ensoñaciones románticas que convierten a los sujetos en seres absolutamente improductivos o candidatos a perder bienes materiales, antiguos vínculos afectivos, intereses culturales o deportivos.
De ser posible habría que quejarse con el padre del psicoanálisis y reclamarle por no haber descubierto algún generador de libido extra para estos momentos de acumulación amorosa donde todo lo demás queda sin nuestros cuidados.

Amar nos vuelve vulnerables, muestra donde se nos podría dar el golpe certero. No es un acto voluntario, no se ama cuando uno lo decide o al candidato más conveniente. Sin embargo, en esos tiempos, cierto mecanismo de omisión de los detalles que podrían amenazar lo elevado de nuestro objeto de amor, parece funcionar exitosamente con voluntad propia. ¿Curioso, no?
En fin, estar con otro es un compendio de buenas intenciones más un estado de ceguera parcialmente selectiva que dura lo que durara ese amor. Estar enamorados, ese fervor inicial que se siente en los comienzos, eleva los niveles de idiotez al máximo al punto de volvernos torpes o ineficaces en las tareas que diariamente realizamos y produce importantes distorsiones en nuestra manera de ver el mundo.
En una época tan práctica, incansablemente productiva, agitada y plenamente atravesada por las nuevas tecnologías que optimizan la eficiencia, el amor es de lo más rudimentario y resistente que nos queda.

Desprolijo, imprevisible, atrevido, prohibido por momentos; no deja de ser algo exquisito, de lo cual no deberíamos privarnos a pesar de caer en una temporal idiotez y un romántico estado de abandono.

En Facebook: A contrapelo del cliché

martes, 6 de abril de 2010

Ese cuerpo soy Yo?

Y ahí estaba yo, despojada de mis vestimentas, acostada sobre un lugar rígido e impersonal. Hacía frío y estaba casi al descubierto, sin velos, a pesar de tener algunos pesados lienzos sobre partes de mi cuerpo.
La disposición de esos tejidos estaba absolutamente calculada, distintas gamas de un mismo color acomodadas hábilmente para dejar fuera del juego lo que animaba mi materia. Yo veía azul y ellos verían el reverso de ese mismo tono. No ver mi rostro seguramente era un alivio para los que estaban del otro lado. Para mí sólo era azul, bastante mas tarde comprendí ese aislamiento.
No pasaron muchos años desde entonces, pero podrían pasar décadas que posiblemente seguiría recordando la escena como una pieza desfasada, que no pasa al más profundo de los olvidos por estar contingentemente amarrada a un acontecimiento encantador que le dio un giro más a mi vida.

Rodeada de gente prácticamente desconocida, sentía que avanzaba sobre mi cuerpo una ligera sensación de extrañeza.
“Esta soy yo? Qué queda de mi? Qué soy Yo?” Al instante vino la única respuesta posible, “soy mi cabeza”. Ahora podría decir que lo que suponía mi Yo (esa ilusión que sostiene lo que creemos es nuestra identidad) estaba concentrado, aglomerado en esa cabeza que me es propia, en lo mas alto, en el último lugar posible donde poder guarecerse.
Todo estaba dispuesto para recibir a mi segundo hijo mediante una programada intervención quirúrgica. No parecía ser viable ninguna otra opción, o al menos aquellas que estaban más acordes con mis deseos. Fantasmas no muy felices se desprendían de explicaciones científicas que caían como plomada sobre mis ensoñaciones de un parto a fuerza de pujos.
Recuerdo que el tiempo previo fue un momento de forcejeo con el medico, que intentaba acomodar de manera eficiente ese nacimiento en su apretada agenda laboral. Para esos días, el mayor de mis hijos cumplía tres años y la idea de darle una madre internada y un pequeño intruso como regalo me parecía de bastante mal tino.
En pleno duelo por el pujo perdido y mi anhelo de parir un hijo a la manera clásica, me empeñé en no retroceder ante su soberbia libreta de compromisos y negocié como mercader con ese hombre obtuso al que poco le importaban mis explicaciones. Algunos días después y unos cuantos antes de llevar a término ese embarazo, esperaba a mi hijo como separada de mi cuerpo.
“Soy una cabeza” “Soy una cabeza” repetía como en trance. El resto estaba ahí tumbado, enchufado, con los brazos en cruz y con la parte inferior….mejor ni pensarlo.
Ya dije que varios desconocidos circulaban libremente a mi alrededor y de mis partes sin velo? Esas partes yo las suelo llevar tapadas y sólo las descubro en muy determinadas situaciones y frente a quien considere merecedor de ese espectáculo.
“Pasen y vean!” podría haberse escrito como cartel luminoso y convertirse en el título de tan grotesca mostración de acceso gratuito para todo aquel que quisiera mirar. Ahí mi Yo no decidía nada, no importaba a quien le autorizaba la visión, porque ese pobre “Yo” existía sólo para mi. Podría haber gritado desde el otro lado de lo azul que seguramente mis gritos se harían sordos al traspasar ese trapo colgante o mas posiblemente no habría oídos para escuchar lo que emanaba del otro lado.
Mi cabeza, que era donde se atrincheraba mi subjetividad mancillada, ejercitaba trabajosamente un rudimentario nirvana de enciclopedia.
En toda esta escena debo reconocer y agradecer profundamente las palabras que me dirigía el padre de la criatura. Su sola presencia y esos significantes pronunciados a intervalos variables cuidaban de mi casi abatido entendimiento.
Repasemos, hasta ahí yo era una cabeza que se esforzaba por sostener un cuerpo que por ese entonces parecía ajeno, pero al estar unido a la parte pensante, daba la pauta de ser una mas de mis propiedades.
Sigamos. Nació mi hijo y ese pequeño momento en que pude verlo fue un destello mágico. Por fin nos veíamos las caras!
Como buen destello fue intenso pero brevísimo. Me saludaron rutinariamente, un instante de emoción con mi partenaire y el recién llegado partió con algunos extraños y su progenitor.
Y ahí quedé yo, o lo que quedaba de mí, sumida en la más solitaria de las soledades. Mi nirvana berreta y capitalista comenzaba a fallar. Eso me dio la pauta que esas pocas palabras que me eran dirigidas sostenían mi ejercicio mental y hacían posible ese tipo de despersonalización que cubría con un velo invisible el resto de mi cuerpo.
Ahora ese cuerpo empezaba a aparecer como pura carne. Me sentí mal, muy mal y pedí ayuda a uno de los desconocidos.
‘Ya va, son nauseas por la anestesia, ya te doy algo” respondió.
Por mi cabeza corrían todo tipo de fantasías en relación a mis órganos al aire libre en combinación con esas pequeñas convulsiones, mientras quien estaba a cargo de mi alivio seguía completando un formulario con una serenidad envidiable.
Redoblé mis esfuerzos, porque en definitiva mi subjetividad todavía estaba dando batalla, me negué a exponer de manera obscena el funcionamiento de ese cuerpo intentando contener lo que parecía precipitarse como una fuerza irremediablemente incontenible.
“OK, estoy con un trapo azul, sin ropas, los brazos en cruz y las piernas…. (Mejor seguir sin pensarlo), con una cofia en la cabeza…..Yo acá no vomito!!” Esa sería mi total ruina, un lugar desde donde nunca podría retornar.
Interrumpe mi intento de recobrar la dignidad otro extraño que coloca ágilmente al costado de mi cara una toalla que recepcionaría lo que amenazaba con ver la luz.
Horrorizada, evoqué la imagen de mi hijo, tal vez así podría encontrar un poco de calma, pero nuevamente irrumpen desde el exterior y el anhelado sosiego se esfuma. Extraño numero trece dice “Mami el bb está bien pero va a incubadora” y sin mas se retira.
Las últimas fuerzas se desvanecían con esa noticia lanzada bajo el estricto estilo minimalista de la gramática médica y esa generalización idiotizante que representa el “mami”. No hubo posibilidad de preguntar, de saber que pasaba con quien hasta escasos minutos vivía tan junto a mí. Avanzó con fuerza descomunal una somnolencia que me llevaba hasta lo más profundo. El Yo que daba batalla se había dejado arrastrar agotado de tanta lucha y cuando ya estaba dispuesta a entregarme y sumergirme en la total ignorancia, Extraño número 17 dice a modo de despedida:
“Felicidades Maria Jose!”.
Entreabrí los ojos y murmure: “Yo no me llamo así.” Pero nadie me escuchó.

Quizá ahora entiendo el por qué del lienzo azul. Quién quiere verle la cara o saber de los pensamientos del sujeto que hay que abrir en dos? Es absolutamente incompatible verles las vísceras a un ser humano e intentar establecer cierta empatía con él. Todo ese ritual los protegía de mí y posiblemente les permitiría realizar de manera eficiente su tarea. Tal vez, ellos sepan que las subjetividades suelen refugiarse en las cabezas cuando a uno no lo ponen a dormir y a pesar de maniobrar cómodamente con un cuerpo anestesiado los pensamientos siguen su curso o posiblemente se movilicen más que nunca; por eso las cabezas quedan ocultas, del otro lado, en una especie de más allá.

Finalmente pude reconciliar a ese Yo con el resto de mi cuerpo cuando lo que me cubría fueron mis prendas y cuando vi que hombre de las palabras intervaladas me esperaba y me llamaba por mi nombre.

En Facebook
A contrapelo del cliché

domingo, 4 de abril de 2010

De Pompeya al abismo.



Ni una sola vez hasta ese momento, había detenido mi atención en relaciones exactas. Mi contacto con la frialdad numérica había transcurrido hasta ese entonces como parte de un compromiso educativo que sobrellevaba sin darle mayor relevancia.
Recuerdo mis primeros años de universidad, cuando aun era lo bastante joven e ingenua y me preguntaba para qué llevaba una calculadora en mi bolso. Suponía que quería saber de otra cosa y esas “otras cosas” llamaban a las puras subjetividades o a la interpretación infinita; antípodas de unas engorrosas operaciones formales.
No puedo evitar pensar cómo fue cayendo ese juvenil pensamiento, que por momentos reaparecía nublando una nueva cosmovisión que intentaba ser mi norte. No sé qué habrá sido lo que produjo semejante viraje. Me río pensando que en aquel entonces creía haber trocado la ingenuidad adolescente por un ajustado cálculo adulto. Qué formalidad!
Sin embargo el cálculo, no ya numérico, me daba una sensación de liviandad nunca antes experimentada, un sistema de causalidades con lógica aparente orientaba mis ideas de manera más eficiente.
Sigo sin encontrar el detonante de semejante mutación. Quiero creer que un gran desgarro del corazón tuvo influencia en ello: Algún cretino mal nacido, autor de una pequeña idiotez, habrá atormentado mis pensamientos hasta desbaratar todas mis creencias y entonces, sólo habré soportado el embate, a fuerza de perder la lozanía de mi espíritu.
Me resulta simpático pensar que fue así y no otra de las tantas maniobras tortuosas de Pompeya. Esa, que era quien debía velar por mi cuidado, fue el nombre de todas mis pesadillas infantiles. De ella, de su macabra existencia, de lo incalculado de sus tormentos o de lo antojadizo de sus actos, no puedo hablarles hoy.

Creo que lo traumático de ciertos acontecimientos genera una onda expansiva hacia el entorno del que padece. No sólo el hecho sino también el sufrimiento del otro, despierta en cada uno distintos fantasmas con los que tendremos que lidiar. Pero lo verdaderamente traumático, lo Traumático con mayúscula es la muerte, que con su efecto de saca bocado deja un agujero, arranca un pedazo y expone la nada misma. Enigma infinito sobre el que intentamos tejer pueriles explicaciones o teorías de un bello más allá para poder soportarlo.
Hace algunos días, paralizada con un teléfono en la mano esperé largo rato hasta realizar ese llamado que debía y quería hacer. Turbada por no encontrar palabras para decir reparé en el extraño efecto que producen los deudos del difunto. Son como la cabeza de Medusa. En ellos parece reflejarse algo de ese imposible de recubrir. Nos muestran, sin siquiera proponérselo, en carne viva y sin pudores su pérdida. Solo ellos pueden mostrar lo que muestran, desafiantes a todos los tímidos y tartamudeantes infelices que se acercan tomando valor para no decir más de las estupideces que se suponen pertinentes a la ocasión.
Trastabillar, titubear, transpirar, son algunos de los posibles fenómenos que acompañan el pésame. No es el del cajón el que aterroriza sino sus seres cercanos, que nos petrifican con su recién estrenado cinismo.
Se encontrará cierto placer en medio del más profundo dolor? Placer oscuro de ver los intentos de los otros por sostener lo que para ellos, al menos por el momento, ya no existe? Quien tanto padece, ve los piolines y la trastienda de la escena y tiene allí la extraña posibilidad de descubrir los guiones de su ficción.

Yo pensé, pensé mucho en lo ocurrido, había sido un tiempo trágico. Una niña, una mujer y un hombre muy queridos aparecieron desgarrados por la pérdida de un ser muy amado. Habían perdido uno de esos lazos que tienen conexión con el cuerpo, de esos vínculos que tienen que ver con los orígenes, con lo más primario de nuestra existencia.
Pensé en lo antojadizo de la elección del destino. Por qué a ellos y no a otros. No era justo, no había lógica en lo sucedido, por qué soportar semejante atrocidad del….de quién?
Todo en ese momento escapaba a cualquier lógica que podía llegar a ensayar. Estaba enojada y tenía excelentes argumentos para refutar de plano semejante decisión, mi apelación seguramente habría sido exitosa. Sin duda hubiera llevado a cabo la defensa habilidosamente. Me llevó un tiempo, pero preparé minuciosamente todos mis alegatos y habría podido repetirlos sin ninguna ayuda memoria. Extensas eran las pruebas a presentar y cada una tenía un peso propio, no había posibilidad de fracasar.
Cuando ya me disponía a hacer mi presentación una puntada helada me atravesó. Ya no era frente a esa que encarnaba mis pesadillas donde tendría que reclamar. De eso sabía, me era absolutamente familiar, pero ahora nadie encarnaba lo arbitrario.
No tenía interlocutor, no había un “Atención al cliente”, un sustituto de Pompeya. Maldije mil veces y exhausta caí en la cuenta de que no había perdido la ingenuidad, sólo la había reciclado a un modelo que me resultaba más atractivo.
Sentí espanto al quedar frente al vacío. No había respuesta, no había cálculo posible para calcular lo incalculable. Y entonces sentí que el deudo se reía a carcajadas de mí.

En Facebook: A contrapelo del cliché
¨