lunes, 24 de octubre de 2011

La mujer del Bolso.

En líneas generales no me gustan las plazas. Las uso como atajos, como conductos de tránsito veloz o autopistas peatonales. No me detengo en ellas pero sí las atravieso en una eficaz diagonal que me ahorra metros de recorrido y tiempo. Ese día habían empezado a armar la feria desde bien temprano. Ya estaban listos todos los esqueletos de los puestos que sugerían lo que en unas horas iba a empezar a suceder.
Salvo huracán o lluvia torrencial, el clásico evento de los artesanos siempre ocupa casi toda la extensión de la plaza y convoca a una multitud de visitantes los fines de semana y feriados. Durante los días de armado, mi recorrido cambia su trayectoria lineal por una un tanto zigzagueante, que me obliga a pasar por sectores más retirados del lugar. En uno de esos desvíos enlentecedores la vi.
Estaba sola, sentada en uno de los bancos de la plaza que miran a calle Cuba. Tenía sobre su falda un bolso que tranquilamente podría haber sido mío, porque era de esos objetos de los que me enamoro a simple vista. Esa maravillosa pieza de marroquinería moderna absorbió toda mi atención. Quedé suspendida en un trance contemplativo hasta que la inercia de la curiosidad, me llevó a desviar los ojos para conocer el rostro de su propietaria. Durante los segundos que me tomó sacar la mirada de un lado y ponerla en el otro, tuve la certeza que ella tenía que ser parecida a mí porque si yo me hubiera encontrado con ese bolso en una vidriera, sin dudas lo hubiera comprado. Ella y yo estábamos unidas por ese bolso.
La fantasía de la hermandad consumista se tornó “Hermandad inquietante” cuando vi su cara. Su expresión desentonaba grotescamente con la imagen de su bolso. Parecía una mujer agobiada, triste, perdida en pensamientos oscuros. ¿Ésa es como yo? ¿Así me veo? –me pregunté.
La idea del parecido era delirante pero certera. La seguridad de la semejanza me resultaba de lo más evidente, pero se trataba de una evidencia de la que nada sabía. ¿Por qué podía verme así? Sentí que debía aclarar las cosas de inmediato. Si conservaba el enigma sobre mi alter ego desencajado, el tema me iba a acompañar durante todo el fin de semana. Y muy posiblemente soñara con bolsos misteriosos y desconsolados llantos femeninos. No tuve opción, me acerqué sigilosa, me senté a su lado y pregunté ¿Estás bien?
Antes que terminara de pronunciar la última palabra, me di cuenta de lo poco atinado de mis dichos. Ella me miró y con un gesto de obviedad dijo:
-No. No estoy bien –y nunca más paró de hablar. Lo dejé, lo solté… no puedo más, no se a donde ir - repetía mientras lloraba con todo su cuerpo y respiraba con dificultad. Se fue. Se fue ¿Me entendés? ¡Maldito miserable! –dijo entre dientes. Se fue solo……me dejó sola.
Quise decirle algo por cortesía, pero no me animé. Verdaderamente no paraba de hablar.
- … El siempre me deja sola, siempre! Y yo no sé si es por cobarde o por comodidad… ¡Imbécil! ¡Imbécil! -y lo dijo como siete veces casi a los gritos.
Decía “Imbécil” con una elegancia sorprendente. Un imbécil sublime, pronunciado con una sonoridad poderosa que resaltaba la M, la E y la L. iMbEciL! Un insulto memorable, casi tanto como el legendario “¡Arteche la p.. que te parió!” de Federico Luppi en “Plata Dulce”. Furiosa pero ¡Qué elegante era en sus modos! – pensaba yo mientras la mujer del bolso seguía hablando.
-… ¿Se puede estar con un hombre que mezquina su amor? ¿Con un hombre temeroso? ¿Con alguien que no puede acompañarte, cuidarte…estar al lado tuyo…? –preguntó.
- No, ¿no? –contesté casi inaudible y con tono de duda. Lo cierto es que no estaba segura de cual había sido su pregunta, ella hablaba de continuo y yo me imaginaba con su bolso colgado del brazo izquierdo gritándole a un hombre con cara de infeliz “¡¿No ves que sos un IMBECIL Arteche?! Si-si! Un auténtico IMBECIL!” Me recreaba mentalmente esa escena como en cámara lenta, haciendo que el “Immmmbecil” se eternizara en una eme infinita, mullida, envolvente… y justo en una de mis más logradas repeticiones, la voz de la mujer me devolvió al banco en el que estaba sentada.
-Mmmmierda! Yo lo dejé, pero él dejó que me fuera…pero nos amamos tanto… -y estalló otra vez en un llanto sordo.
Chau, me voy- pensé. Estaba tan encerrada en sus lágrimas que no lo hubiera notado. Para ese entonces a mi ya no me importaba la idea del parecido, o al menos estaba segura que no se me iba a convertir en una obsesión nocturna. Mientras ella seguía hablando sin pausa y con ritmos desparejos, yo me sentía aturdida de tanta palabra que escupía. Pensé en salir corriendo o huir de puntitas. Pensé en lo maravilloso que sería teletransportarme hacia el extremo opuesto de la plaza o en evaporarme como el Gato de Cheshire de Alicia en el País de las Maravillas. Sin embargo, lejos de huir, me quedé y empecé a pensar en estas cosas:
¿Por qué será que las mujeres cuando sienten que se termina un amor necesitan narrar miles de veces lo que les pasó? Hablan-hablan-hablan-hablamos. Expulsamos palabras a chorros continuos, densos, pegajosos y siempre hay otra que nos escucha. Parece que a nosotras siempre nos conmueven las historias de amor, y si encontramos que a alguna otra la historia se le volvió desamor, inmediatamente nos solidarizamos porque sabemos del dolor que se siente. Amor a los hijos, amor a un hombre o a otra mujer… no importa cuál. En esos momentos parece que nos entendemos más allá de nuestras diferencias, porque a pesar de la pasión que ponemos en enredarnos en detalles mínimos, sabemos que cuando de amores se trata, todo el resto puede esperar.
Y en ese punto volví a escucharla.
-No pude quedarme porque un hombre miserable, me enloquece y no quiero enloquecer. Hoy lo dejé. Le dije que lo amaba, pero que con eso solo no bastaba, porque no se ama de cualquier manera. ¿No?
Entonces me miró a los ojos fijamente. ¿Buscaba mi confirmación? Me miró de una forma que me incomodó. Se mantuvo por primera vez en silencio y me miró. Y como no me quitaba los ojos de encima, yo me incomodé tan incómodamente que empecé a reír de nervios y le solté:
-Pero pareces una loca.
Ahí era yo la que escupía palabras sin pensar. Ella seguía mirándome y ahí mismo no tuve dudas de que iba a golpearme con su bolso en la cabeza al grito de “¡IMBECIL!- ¡IMBECIL!”. Pero no.
-Tenés razón –dijo con tono triste pero tranquilo. ¿Te puedo hablar un poco de él? ¿Tenés tiempo?
La llorona enloquecida fue cediéndole el lugar a una mujer que me contó una historia de amor que en ese momento la hacía sufrir. Habló de un amor que unía y del cual no dudaban ni por un segundo. De un amor que los había llenado de entusiasmo, pero que les había sacudido la existencia de tal manera, que él había preferido resguardarse en una conocida y antigua soledad, y ella había enloquecido pensando que ese resguardo era una retirada.
-No puedo estar con un hombre que prefiere estar como muerto… yo ya no sé cómo despertarlo… –dijo y esas palabras fueron una revelación, mi momento epifánico.
Empecé a verlo todo con claridad. Ella sí tenía un parentesco conmigo y el bolso había sido un irresistible guiño del destino. Ella se parecía a mi Esperadora, esa mujer que esperaba que su amor se anime a salir de su ventana protectora y a la mujer que lloraba sobre el cajón del hombre que alguna vez amo. Ella era un poco esas mujeres que yo había imaginado alguna vez.
Al instante de reconocerla me inundó una sensación de enorme agradecimiento por haberla encontrado. Me alegré tanto de verla y de poder escucharla que deseé con todas mis fuerzas que corra mejor suerte que las heroínas de mi blog.
La escuché con total atención y después hablé yo durante un largo rato. No puedo recordar que le dije, pero de seguro fue algo que la alivió, que le dio alguna esperanza porque de su mirada se esfumó el tono trágico. Cuando nuestra conversación se terminó, me agradeció de un modo que pareció ser sincero, me dio un beso y en calma se perdió entre los puestos de la feria ya armados. Yo me quedé sentada sobre el banco que mira a calle Cuba con la satisfacción de entender qué era lo que nos había hermanado, aunque al mirar cómo se alejaba con ese hermoso bolso, empecé a lamentar cada vez más el no haberle preguntado donde fue que lo consiguió.
Esa noche la soñé con un final feliz pero sin su bolso, porque en mi sueño ese bolso era mío.

(A las mujeres que escuchan. A mi entrerriana querida.)


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