martes, 2 de agosto de 2011

Mujer precavida vale por dos

Un pequeño grupo de mujeres cenaba en un restaurante cualquiera del centro de la ciudad. Siempre disfrutaban de conversar entre ellas, aunque lamentablemente no se veían todo lo que quisieran. Lo hacían sólo cuando podían “colocar” su prole al cuidado de otro adulto que les inspirara confianza. Hablaban de miles de cosas, porque practicaban un involuntario eclecticismo discursivo que las mantenía entretenidas durante horas.
Así como el factor hijos dominaba el tiempo previo al encuentro funcionando como una variable difícil de sincronizar, una vez reunidas, lejos de liberarse del asunto, ese mismo tópico se hacía presente en medio de la mesa y ninguna hacía el menor intento por resistirse a abordarlo. Siempre, pero siempre-siempre, terminaban hablando de sus niños o de sus funciones como madres; bordeando la alegría y el orgullo; las frustraciones y temores o el amor y el entusiasmo.
Esa noche, nada parecía marchar por fuera de lo habitual. Sin embargo, justo cuando declinaba el tema, una de ellas se dirigió especialmente a otra y con absoluta seriedad le recomendó que congelara sus óvulos.
-¡¿Qué?! ¿Que congele qué cosa? ¿¡Que congele óvulos?! ¿Porqué…? –Contestó Ana desorientada, mientras buscaba la mirada de las otras.
Su amiga pensó que Ana era una ignorante en la materia, que no había escuchado hablar del tema jamás o que desconocía lo popular que se había vuelto esa práctica para algunos sectores de nuestra sociedad.
“Congela tus óvulos” -repitió con naturalidad. Y con un impecable arte pedagógico paso a explicarle el método minuciosamente.
-Pero si ya tengo hijos Emma –interrumpió mientras reconocía en el resto de sus amigas, la misma expresión de quien mira un objeto enigmático o un papel escrito en chino.
Emma parecía no escucharla, y de la misma manera que explicó la maniobra científica, fundamentó su recomendación sobre dos sólidos detalles. El primero, la actual situación sentimental de Ana. El segundo, los treinta largos que todas las mujeres de la mesa compartían por haber nacido a principios de los setenta -ambas razones parecían argumentos irrefutables.
-Emma, pero no sé si quiero tener más hijos y además… -enseguida pudo darse cuenta, que el hecho de que hubiera o no un padre potencial, o que existiera o no el deseo de reincidir en la maternidad, no eran datos a tomar en cuenta en ese proyecto. Desde la lógica de Emma, negarse y la idiotez, parecían ser una sola cosa.
Con su copa flotando en el aire, Emma explicó las bondades de concebir hijos con los óvulos a punto. En eso estaban de acuerdo. Ana se había embarcado en la tarea reproductiva dentro de la franja de edad sugerida para el asunto, pero no era ese "a punto" del que le hablaban.
Emma planteaba el asunto de tal manera, que parecía tratarse de un acto de plena generosidad. Si a sus primeros vástagos los había dotado de materia prima fresca, ¿por qué a otro (en el que todavía no pensaba o en el que jamás se pondría a pensar) tendría que ofrecerle material sobre la fecha de vencimiento? Y con un tono más íntimo le dijo:


-“Que hoy no haya padre o atisbo de deseo de otro hijo no implica que en un futuro no los tengas. ¿Y qué pasa si en un tiempo queres y…?”
¡Qué dilema! ¡Amor, coincidencia en el deseo un hijo, una producción ovárica en el ocaso productivo y temperaturas bajo cero! Emma realmente la había puesto ante una encrucijada futurista.
La velada continuó por unas horas más, pero Ana quedó estancada en el tema. Repetía para sus adentros: “Mujer precavida vale por dos” -nunca nada más cierto.
A la mañana siguiente se levantó pensando en esa moderna manera de concebir los hijos. Algo no dejaba de hacerle ruido. ¿Pero qué cosa era esa? ¿El sorprendente avance de la ciencia al servicio de la salud? ¿Las nuevas tecnologías, que dan esperanzas a quienes se encuentran con esas dificultades que desgarran el alma cuando se busca un hijo y no se lo encuentra? No, no. Tenía la certeza que no se trataba de eso. ¿Tal vez era el avance tan, pero tan sofisticado de la medicina que llegó hasta revolucionar la idea de familia tradicional? … Tampoco era por ahí.
Estuvo todo el día dándole vueltas al asunto, hasta que en medio del berrinche de uno de sus hijos, lo entendió todo.
En esa pataleta caprichosa estaba la clave. Lo que generaba su malestar era esa idea antojadiza y frívola de pretender inexistir los límites. El “por las dudas me freezo los óvulos” sin ninguna otra razón que el “por las dudas” le era un tanto irritante. No sabía muy bien por qué, pero tenía la convicción de que hacía falta una razón de mayor peso para hacerlo.
Posiblemente esa sensación le fue tan clara, porque entendió esa modalidad de freezada ovárica como pariente cercana al boom de los hijos de diseño. Hijos que no son a imagen y semejanza, sino a medida de un ideal particular absoluto. Testimonios nefastos sobre selecciones de óvulos por un lado y vientres vía catálogos, podían ser escuchados en programas de chimentos. Eso le hacía un ruido supremo. ¿La ciencia puesta al servicio de los delirios segregativos de unos dementes?


Imaginó a Emma escuchando sus pensamientos y diciéndole: “¡Pero te fuiste al carajo! ¿Yo te hablo de unos ovulitos frescos y vos me salís con una crítica ética sobre el mejoramiento de la especie?” -Ana sonrió y suspiró. Estaba convencida de que si el cuerpo ofrecía la posibilidad, siempre era mejor el artesanal y más romántico de los métodos para la concepción de los hijos.
¿Y en el freezer…? En el freezer siguió guardando unas ricas milanesas para los días que llega tarde del trabajo.

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