viernes, 10 de junio de 2011

Una madre que camina y sólo mira para adelante

Crucé la vía sumergida en mis propias preocupaciones. Ya había cumplido con todas mis actividades maternales de primera hora de la mañana. Desayuno, dientes, toneladas de mochilas, conversaciones varias al unísono (porque mis hijos en su afán de sostener su enérgica rivalidad masculina, me hablan al mismo tiempo de temas absolutamente disímiles) e indicaciones a la maestra de último momento.
Crucé la vía y como si no hubiera tenido una dosis extrema de contacto infantil, capturó toda mi atención una pequeña niña. Al principio fue puro azar. Muchas veces miro a los chicos.
¿Me gustan todos los niños? No, definitivamente. ¿Los saludo, les hablo, les hago morisquetas simpáticas? De ninguna manera, no tengo ése don. Algunos hasta me resultan un verdadero fastidio. Y debo confesar, que en varias oportunidades los propios me son exasperantes. Tampoco los quiero a todos, no siento un amor generalizado por ellos. Quiero sólo a algunos pocos, aunque todos obtienen de mí un trato que contempla su condición infantil. Los observo cuando puedo, porque muchas veces son sujetos interesantes para observar.
Esta vez, vi a niña con una campera rosa chicle. Sólo la recorté de entre los demás cuando cruzó la calle. Su madre iba con un niño en brazos de doce o catorce meses de edad. Unos pasos más atrás, la acompañaban un varón que no superaba los seis y la niña del buzo que tendía unos cuatro.
La madre caminaba aferrada al menor, con la mirada fija en lo que vendrá. Atravesó la bocacalle y nunca miró atrás. La niña cruzó apurando el paso, y una vez en la vereda retomó su ritmo habitual.
Inevitablemente se retrasaba, pero tenía un mecanismo de ajuste. Cuando veía que la distancia con su madre se hacía más grande o cuando otros peatones se interponían entre ellas, emprendía un trotecito que la dejaba igualmente atrás, pero no tanto.
A mitad de cuadra se abrió una cochera. Yo caminaba detrás de la niña que caminaba detrás de su madre. No pude más que escoltarla. Me daba igual doblar una antes o una después para llegar a destino.
La mujer solo miraba para adelante. A mitad de cuadra se abrió la cochera. El conductor estaba asistido por un portero de edificio, que le señaló la presencia de la pequeña peatón. Casi instintivamente me adelante y me convertí en obstáculo viviente para que no queden dudas de que el vehículo no debía avanzar. La niña pasó arrastrando su mochila de ruedas y yo recuperé mi puesto habitual.
Llegamos a la gran avenida. Me invadía la curiosidad. ¿Ahora la miraría? ¿Le ofrecería una mano? ¿La obligaría a que le dé la mano? ¿Le dirá algo?
Abrió el semáforo y la madre siguió caminando mirando al frente. Los niños bajaron a la calzada e iniciaron la marcha. El mayor le seguía bastante mejor el paso, tampoco para él había miradas. La niña comenzó nuevamente a retrasarse, y como si ella supiera cual era la distancia tolerable entre una madre y su hija, esta vez corrió hasta alcanzarla. Le extendió la mano sin recibir respuesta. Su madre caminaba, miraba para adelante y parecía no intuir ese pequeño brazo flameando a su lado. La niña del buzo rosa, intentó varias veces tomar algo más que aire con su mano, hasta que se aferró al bolsillo del abrigo de la mujer para terminar de cruzar Av. Del Libertador.
¡Y así iba ella! Cuando veía que su madre se le desdibujada entre la multitud, apuraba el paso. Yo iba detrás, sintiéndome un auxilio posible de ser usado.
Observé a esa niña hasta que no tuve más alternativa que tomar otro camino, además ya había visto suficiente.
Es cierto que no quiero a todos los niños del planeta, pero siempre fui presa del cliché sentimental que me hacía insoportable ver a un niño en estado de indefensión sin el cuidado de un adulto. Mi condición de madre lo multiplicó por millones, hasta transformar el lugar común del cliché, en una sensación contundente que tiñe mi forma de mirar el mundo.
Podría haberla visto toda desvalida. Podría haber condenado a su madre con el pensamiento. Podría haberme indignado cuando la niña colgaba inútilmente su brazo en busca de que la amarren. Podría haber hecho todo eso y más, pero algo en esa pequeña lo volvía imposible.
Caminaba hasta la escuela modulando las distancias con una madre que no podía mirar atrás. ¿Supervivencia? ¿Habrá adquirido mágicamente ese mecanismo que le evitaba quedar plenamente sin resguardo? ¿Le habrán transmitido sus padres la importancia del cuidado mediante algún gesto de amor? ¿O sólo se trata de un reflejo primario?
La manera en la que se aseguraba no perderse de su guía o protegerse en los cruces, me hizo creer que en otros momentos su madre sí la había mirado. Ella no estaba apesadumbrada. No protestaba y en su cara llevaba una expresión amable. En sus trotes no perdía la liviandad de niñita de rosa. Más bien se la veía como un agente activo en esa situación.
Lo cierto es que nada sé de la vida de esa niña y hasta tal vez, esa mujer, no fuera su madre. Esas son todas mis fantasías, pero igualmente, más allá de mi ficción, algo hizo que el encuentro con la chiquita de buzo rosa, me fuera inolvidable.
Esa niña ponía en acto -sin saberlo- una de las claves para vivir vida. Optimizaba aquello con lo que contaba, como intuyendo que para andar por el mundo hay que saber hacer con lo que uno tiene, con lo que uno vino o le dieron. Pero lo que verdaderamente volvió esa caminata memorable, fue leer en esos movimientos de ajuste, que la clave para avanzar por la vida, no está solamente en saber hacer con éso que tenemos –esa es la parte más fácil- sino en poder arreglárselas con aquello que nos falta, con lo que nunca va a haber, o nunca nos van a dar.

El punto está, en saber arreglárnosla con el agujero propio, sin desconocer que también los hay ajenos. Andar de la mejor manera con ése saber sin apelmazarnos en el lamento o mortificarnos en el intento de lo imposible.
Y entonces fantaseé con que algún día la niña de rosa podría convertirse en una gran mujer.

Seguí al acontrapelo en Facebook
http://www.facebook.com/#!/acontrapelo