martes, 17 de mayo de 2011

Veladas Cristianas

Me detenía ahí. Antes de entrar. Justo delante de la puerta de doble hoja. Ahí, donde terminaban los escalones que me separaban de la vereda. ¡Ahí! Justo ahí me detenía. Estorbaba el ingreso de otros, pero igual me detenía.
Miraba al cielo, recorría de izquierda a derecha, de derecha a izquierda el trozo de vereda que se dejaba ver desde mis alturas, repasaba los datos temporales básicos -los repetía hasta memorizarlos- y entraba con pasos ligeros.
Daba igual que fuera verano, media tarde, primavera, lunes, feriado o madrugada de jueves… en esos adentros el tiempo se convertía en una pegajosa continuidad indiferenciada. Por eso me era absolutamente indispensable realizar ese ritual orientativo. Con los años fui perfeccionando el método hasta hacerlo inadvertible para los demás. Mis padres adjudicaron las entradas sin pausa como un gesto de buena voluntad, como una silenciosa aprobación a sus extrañas prácticas. El entusiasmo que los invadía cada vez que atravesaban ese umbral les impedía sospechar de mi resignación aburrida y mi crónica incomodidad.
Una vez adentro la idea de la “Eternidad” que tanto pregonaban parecía tomar consistencia. Tenía mis valiosos cálculos de entrada y distintos métodos rudimentarios para partir el conglomerado de tiempo en unidades cuantificables. Eso me mantenía un poco ocupada durante mis largas esperas. Los primeros tiempos había intentado dormir, pero nunca logré hacerlo. Las imágenes que estaban diseminadas por esa iglesia semi oscura, nunca me resultaron de confiar como para entregarme al descanso. Secuencias de un hombre camino a una salvaje tortura, bebés de miradas intensas, campesinos o mujeres con aura; se recortaban en esa penumbra. Parecían estar al acecho de algo que nunca pude descubrir y para ese entonces estaba segura que cobraban vida a mis espaldas. Yo no les estorbaba. Supongo que se acostumbraron a mi presencia semanal y mi deambular no les interfería en sus asuntos. Eran benevolentes conmigo y eso me resultaba aliviante. Estar en paz con los habitantes del lugar era un elemento indispensable, no puedo ni imaginar que hubiera sido de mí si no les hubiera caído en gracia.
Corrían los ochenta. Mis padres sufrían el furor de una fe cristiana progresista mal vista por los creyentes ortodoxos. Revolucionarios, adoradores de los antiformalismos ceremoniales, estaban en los márgenes de la vida cristiana convencional. Eran un grupo sin propaganda. Eran éso que se esconde, pero que irremediablemente existe. El grano desaforado de la fe cristiana.
Los encuentros eran los viernes o sábados por la noche. Se reunían siempre en la franja horaria del limbo gastronómico. Tarde para meriendas pero temprano para cenas. Hora donde las iglesias cierran su jornada pública porque ya no se brinda ningún servicio al feligrés. Esa deshora, era la hora perfecta para estos fans de los canticos con panderetas, palmas y alaridos. Nada apto para todo público.
Oraban en ese centro religioso helado en los inviernos porteños. Parados uno al lado de otro, cerrándose en un círculo humano, se desprendían de sus cuerpos. Estado de pura espiritualidad -como lo llamaban- o inquietantes cuerpos despojados de racionalidad –como ahora los recuerdo. Abandonaban el ejercicio del pensamiento corriente, cerraban los ojos o mantenían una mirada extraviada en ese centro vacío. Algunos realizaban pequeños movimientos rítmicos con sus cuerpos, leves espasmos o prolijos vaivenes.
Emitían ruidos onomatopéyicos, constantes murmullos monocordes hasta que un alarido rompía esa frecuencia. Un estridente “gloria” o “aleluya” aparecían como las únicas palabras comprensibles de toda esa velada. Eran palabras poderosas y altamente efectivas para el entusiasmo grupal porque siempre lograban enardecer al resto. ¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Gloria a Dios!! Gritaban todos a distintos tiempos mientras elevaban sus brazos y colocaban sus manos como para recibir algo que les caería del techo. Los que llevaban más tiempo en el grupo acompañaban sus dichos con movimientos elípticos de cabeza. Eso recreaba la imagen del trance perfecto -y un envidiable equilibrio corporal. Luego otra vez el bzzbzzz que los volvía a la calma.
Me aterraban porque me hacían sentir como esos personajes de películas catástrofes, donde un pobre infeliz se esconde de una horda de zombis asesinos que lo quieren de aperitivo.
“¿Estarán acá?” Esa duda me acompañada cada vez. Si yo hubiera irrumpido en el medio de ese saloncito, no me hubieran notado. Ellos no estaban acá, o ahí. Y yo estaba sola, en una iglesia vacía a horas verdaderamente extravagantes como para practicar cualquier fe religiosa. Entonces los miraba escondida desde la puerta o deambulaba por el salón central con absoluta libertad. Me corrijo, no estaba sola. Las imágenes me acompañaban, ellas me resultaban bastante menos inquietantes que mis padres y sus amigos.
Algunas veces jugaba a manipular las penas ajenas. Mi rincón favorito era el de las velas, a la derecha de la puerta principal, en la esquina contraria al cuartito oratorio. Alineadas en un cajón metálico de unos diez centímetros de profundidad y con una base diseñada para clavarlas a distancias regulares, se alzaban las velas de las peticiones. Pararme frente a ese portapenas me causaba una sensación muy particular.
Yo era dueña del devenir de las peticiones ajenas. ¿Acaso Dios escucharía los reclamos de los fieles que llegaban sobre la hora de cierre? ¿O los castigaba dejando sus suplicas a merced de una niña aburrida? Yo podía apagarlas, volver a encenderlas, cambiarlas de lugar y hasta comerlas. Yo era el filtro de Dios, eficiente como esas secretarias que ahorran estériles conversaciones telefónicas a sus jefes.
La noche que se me ocurrió comer una vela, las oraciones se demoraron más de lo habitual. Era la primera vez que se hacía tan tarde. Ya no estaba dentro del limbo gastronómico. Mi cuerpo y algunos de mis más certeros cálculos, indicaban que transitábamos la franja horaria de la cena. Mi necesidad alimenticia no tenía interlocutor y de mis tripas sonoras surgió la gran idea de ingerir el objeto con una doble finalidad. Por un lado estaba lo netamente orgánico, tenía hambre y algo tenía que comer. Por el otro, experimentaba por primera vez en mi vida, una voraz sed de poder. Estaba ante la posibilidad de lo que consideraba una enormidad. Ya contaba con la facultad de apagar o manipular pedidos ajenos, pero en ese momento se abría la majestuosa posibilidad de engullírmelos a mi total antojo.
Elegí la que me pareció más larga. Para ese entonces mi malicia era previsible. El castigo recaería sobre el último que pidió algo, sobre aquel que creyó que cerraba el día con su súplica en trámite. Ahora creo que hubiera sido mejor tomar cualquiera de ellas, sin criterio, por azar. Que no existiera lógica en mi elección dejaba a los pedigüeños sin garantías, y éso hubiera incrementado mi sentimiento de omnipotencia a un nivel exitante.
Lamentablemente el asco no me permitió realizar la experiencia, justo cuando estuve a punto de partir esa vela con uno de mis molares. El sabor de la cosa me impidió seguir con la ingesta en el mismo instante donde vislumbré que Dios limitaba mis ansias de poder vía un revoltijo estomacal. Cuando la nausea se evaporó, me invadió un enorme sentimiento de pequeñez.
¡Menudo chiste el de Dios!
De los diez a los trece o de los nueve a los doce había sido condenada a sostener una pasiva vida religiosa. Así como algunos aspiran humo ajeno, yo participaba de un cristianismo vanguardista en manos de dementes religiosos.
En fin, Dios obra de maneras misteriosas.

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