martes, 6 de abril de 2010

Ese cuerpo soy Yo?

Y ahí estaba yo, despojada de mis vestimentas, acostada sobre un lugar rígido e impersonal. Hacía frío y estaba casi al descubierto, sin velos, a pesar de tener algunos pesados lienzos sobre partes de mi cuerpo.
La disposición de esos tejidos estaba absolutamente calculada, distintas gamas de un mismo color acomodadas hábilmente para dejar fuera del juego lo que animaba mi materia. Yo veía azul y ellos verían el reverso de ese mismo tono. No ver mi rostro seguramente era un alivio para los que estaban del otro lado. Para mí sólo era azul, bastante mas tarde comprendí ese aislamiento.
No pasaron muchos años desde entonces, pero podrían pasar décadas que posiblemente seguiría recordando la escena como una pieza desfasada, que no pasa al más profundo de los olvidos por estar contingentemente amarrada a un acontecimiento encantador que le dio un giro más a mi vida.

Rodeada de gente prácticamente desconocida, sentía que avanzaba sobre mi cuerpo una ligera sensación de extrañeza.
“Esta soy yo? Qué queda de mi? Qué soy Yo?” Al instante vino la única respuesta posible, “soy mi cabeza”. Ahora podría decir que lo que suponía mi Yo (esa ilusión que sostiene lo que creemos es nuestra identidad) estaba concentrado, aglomerado en esa cabeza que me es propia, en lo mas alto, en el último lugar posible donde poder guarecerse.
Todo estaba dispuesto para recibir a mi segundo hijo mediante una programada intervención quirúrgica. No parecía ser viable ninguna otra opción, o al menos aquellas que estaban más acordes con mis deseos. Fantasmas no muy felices se desprendían de explicaciones científicas que caían como plomada sobre mis ensoñaciones de un parto a fuerza de pujos.
Recuerdo que el tiempo previo fue un momento de forcejeo con el medico, que intentaba acomodar de manera eficiente ese nacimiento en su apretada agenda laboral. Para esos días, el mayor de mis hijos cumplía tres años y la idea de darle una madre internada y un pequeño intruso como regalo me parecía de bastante mal tino.
En pleno duelo por el pujo perdido y mi anhelo de parir un hijo a la manera clásica, me empeñé en no retroceder ante su soberbia libreta de compromisos y negocié como mercader con ese hombre obtuso al que poco le importaban mis explicaciones. Algunos días después y unos cuantos antes de llevar a término ese embarazo, esperaba a mi hijo como separada de mi cuerpo.
“Soy una cabeza” “Soy una cabeza” repetía como en trance. El resto estaba ahí tumbado, enchufado, con los brazos en cruz y con la parte inferior….mejor ni pensarlo.
Ya dije que varios desconocidos circulaban libremente a mi alrededor y de mis partes sin velo? Esas partes yo las suelo llevar tapadas y sólo las descubro en muy determinadas situaciones y frente a quien considere merecedor de ese espectáculo.
“Pasen y vean!” podría haberse escrito como cartel luminoso y convertirse en el título de tan grotesca mostración de acceso gratuito para todo aquel que quisiera mirar. Ahí mi Yo no decidía nada, no importaba a quien le autorizaba la visión, porque ese pobre “Yo” existía sólo para mi. Podría haber gritado desde el otro lado de lo azul que seguramente mis gritos se harían sordos al traspasar ese trapo colgante o mas posiblemente no habría oídos para escuchar lo que emanaba del otro lado.
Mi cabeza, que era donde se atrincheraba mi subjetividad mancillada, ejercitaba trabajosamente un rudimentario nirvana de enciclopedia.
En toda esta escena debo reconocer y agradecer profundamente las palabras que me dirigía el padre de la criatura. Su sola presencia y esos significantes pronunciados a intervalos variables cuidaban de mi casi abatido entendimiento.
Repasemos, hasta ahí yo era una cabeza que se esforzaba por sostener un cuerpo que por ese entonces parecía ajeno, pero al estar unido a la parte pensante, daba la pauta de ser una mas de mis propiedades.
Sigamos. Nació mi hijo y ese pequeño momento en que pude verlo fue un destello mágico. Por fin nos veíamos las caras!
Como buen destello fue intenso pero brevísimo. Me saludaron rutinariamente, un instante de emoción con mi partenaire y el recién llegado partió con algunos extraños y su progenitor.
Y ahí quedé yo, o lo que quedaba de mí, sumida en la más solitaria de las soledades. Mi nirvana berreta y capitalista comenzaba a fallar. Eso me dio la pauta que esas pocas palabras que me eran dirigidas sostenían mi ejercicio mental y hacían posible ese tipo de despersonalización que cubría con un velo invisible el resto de mi cuerpo.
Ahora ese cuerpo empezaba a aparecer como pura carne. Me sentí mal, muy mal y pedí ayuda a uno de los desconocidos.
‘Ya va, son nauseas por la anestesia, ya te doy algo” respondió.
Por mi cabeza corrían todo tipo de fantasías en relación a mis órganos al aire libre en combinación con esas pequeñas convulsiones, mientras quien estaba a cargo de mi alivio seguía completando un formulario con una serenidad envidiable.
Redoblé mis esfuerzos, porque en definitiva mi subjetividad todavía estaba dando batalla, me negué a exponer de manera obscena el funcionamiento de ese cuerpo intentando contener lo que parecía precipitarse como una fuerza irremediablemente incontenible.
“OK, estoy con un trapo azul, sin ropas, los brazos en cruz y las piernas…. (Mejor seguir sin pensarlo), con una cofia en la cabeza…..Yo acá no vomito!!” Esa sería mi total ruina, un lugar desde donde nunca podría retornar.
Interrumpe mi intento de recobrar la dignidad otro extraño que coloca ágilmente al costado de mi cara una toalla que recepcionaría lo que amenazaba con ver la luz.
Horrorizada, evoqué la imagen de mi hijo, tal vez así podría encontrar un poco de calma, pero nuevamente irrumpen desde el exterior y el anhelado sosiego se esfuma. Extraño numero trece dice “Mami el bb está bien pero va a incubadora” y sin mas se retira.
Las últimas fuerzas se desvanecían con esa noticia lanzada bajo el estricto estilo minimalista de la gramática médica y esa generalización idiotizante que representa el “mami”. No hubo posibilidad de preguntar, de saber que pasaba con quien hasta escasos minutos vivía tan junto a mí. Avanzó con fuerza descomunal una somnolencia que me llevaba hasta lo más profundo. El Yo que daba batalla se había dejado arrastrar agotado de tanta lucha y cuando ya estaba dispuesta a entregarme y sumergirme en la total ignorancia, Extraño número 17 dice a modo de despedida:
“Felicidades Maria Jose!”.
Entreabrí los ojos y murmure: “Yo no me llamo así.” Pero nadie me escuchó.

Quizá ahora entiendo el por qué del lienzo azul. Quién quiere verle la cara o saber de los pensamientos del sujeto que hay que abrir en dos? Es absolutamente incompatible verles las vísceras a un ser humano e intentar establecer cierta empatía con él. Todo ese ritual los protegía de mí y posiblemente les permitiría realizar de manera eficiente su tarea. Tal vez, ellos sepan que las subjetividades suelen refugiarse en las cabezas cuando a uno no lo ponen a dormir y a pesar de maniobrar cómodamente con un cuerpo anestesiado los pensamientos siguen su curso o posiblemente se movilicen más que nunca; por eso las cabezas quedan ocultas, del otro lado, en una especie de más allá.

Finalmente pude reconciliar a ese Yo con el resto de mi cuerpo cuando lo que me cubría fueron mis prendas y cuando vi que hombre de las palabras intervaladas me esperaba y me llamaba por mi nombre.

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A contrapelo del cliché

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