domingo, 4 de abril de 2010

De Pompeya al abismo.



Ni una sola vez hasta ese momento, había detenido mi atención en relaciones exactas. Mi contacto con la frialdad numérica había transcurrido hasta ese entonces como parte de un compromiso educativo que sobrellevaba sin darle mayor relevancia.
Recuerdo mis primeros años de universidad, cuando aun era lo bastante joven e ingenua y me preguntaba para qué llevaba una calculadora en mi bolso. Suponía que quería saber de otra cosa y esas “otras cosas” llamaban a las puras subjetividades o a la interpretación infinita; antípodas de unas engorrosas operaciones formales.
No puedo evitar pensar cómo fue cayendo ese juvenil pensamiento, que por momentos reaparecía nublando una nueva cosmovisión que intentaba ser mi norte. No sé qué habrá sido lo que produjo semejante viraje. Me río pensando que en aquel entonces creía haber trocado la ingenuidad adolescente por un ajustado cálculo adulto. Qué formalidad!
Sin embargo el cálculo, no ya numérico, me daba una sensación de liviandad nunca antes experimentada, un sistema de causalidades con lógica aparente orientaba mis ideas de manera más eficiente.
Sigo sin encontrar el detonante de semejante mutación. Quiero creer que un gran desgarro del corazón tuvo influencia en ello: Algún cretino mal nacido, autor de una pequeña idiotez, habrá atormentado mis pensamientos hasta desbaratar todas mis creencias y entonces, sólo habré soportado el embate, a fuerza de perder la lozanía de mi espíritu.
Me resulta simpático pensar que fue así y no otra de las tantas maniobras tortuosas de Pompeya. Esa, que era quien debía velar por mi cuidado, fue el nombre de todas mis pesadillas infantiles. De ella, de su macabra existencia, de lo incalculado de sus tormentos o de lo antojadizo de sus actos, no puedo hablarles hoy.

Creo que lo traumático de ciertos acontecimientos genera una onda expansiva hacia el entorno del que padece. No sólo el hecho sino también el sufrimiento del otro, despierta en cada uno distintos fantasmas con los que tendremos que lidiar. Pero lo verdaderamente traumático, lo Traumático con mayúscula es la muerte, que con su efecto de saca bocado deja un agujero, arranca un pedazo y expone la nada misma. Enigma infinito sobre el que intentamos tejer pueriles explicaciones o teorías de un bello más allá para poder soportarlo.
Hace algunos días, paralizada con un teléfono en la mano esperé largo rato hasta realizar ese llamado que debía y quería hacer. Turbada por no encontrar palabras para decir reparé en el extraño efecto que producen los deudos del difunto. Son como la cabeza de Medusa. En ellos parece reflejarse algo de ese imposible de recubrir. Nos muestran, sin siquiera proponérselo, en carne viva y sin pudores su pérdida. Solo ellos pueden mostrar lo que muestran, desafiantes a todos los tímidos y tartamudeantes infelices que se acercan tomando valor para no decir más de las estupideces que se suponen pertinentes a la ocasión.
Trastabillar, titubear, transpirar, son algunos de los posibles fenómenos que acompañan el pésame. No es el del cajón el que aterroriza sino sus seres cercanos, que nos petrifican con su recién estrenado cinismo.
Se encontrará cierto placer en medio del más profundo dolor? Placer oscuro de ver los intentos de los otros por sostener lo que para ellos, al menos por el momento, ya no existe? Quien tanto padece, ve los piolines y la trastienda de la escena y tiene allí la extraña posibilidad de descubrir los guiones de su ficción.

Yo pensé, pensé mucho en lo ocurrido, había sido un tiempo trágico. Una niña, una mujer y un hombre muy queridos aparecieron desgarrados por la pérdida de un ser muy amado. Habían perdido uno de esos lazos que tienen conexión con el cuerpo, de esos vínculos que tienen que ver con los orígenes, con lo más primario de nuestra existencia.
Pensé en lo antojadizo de la elección del destino. Por qué a ellos y no a otros. No era justo, no había lógica en lo sucedido, por qué soportar semejante atrocidad del….de quién?
Todo en ese momento escapaba a cualquier lógica que podía llegar a ensayar. Estaba enojada y tenía excelentes argumentos para refutar de plano semejante decisión, mi apelación seguramente habría sido exitosa. Sin duda hubiera llevado a cabo la defensa habilidosamente. Me llevó un tiempo, pero preparé minuciosamente todos mis alegatos y habría podido repetirlos sin ninguna ayuda memoria. Extensas eran las pruebas a presentar y cada una tenía un peso propio, no había posibilidad de fracasar.
Cuando ya me disponía a hacer mi presentación una puntada helada me atravesó. Ya no era frente a esa que encarnaba mis pesadillas donde tendría que reclamar. De eso sabía, me era absolutamente familiar, pero ahora nadie encarnaba lo arbitrario.
No tenía interlocutor, no había un “Atención al cliente”, un sustituto de Pompeya. Maldije mil veces y exhausta caí en la cuenta de que no había perdido la ingenuidad, sólo la había reciclado a un modelo que me resultaba más atractivo.
Sentí espanto al quedar frente al vacío. No había respuesta, no había cálculo posible para calcular lo incalculable. Y entonces sentí que el deudo se reía a carcajadas de mí.

En Facebook: A contrapelo del cliché
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1 comentario:

Andres dijo...

La frase “autor de una pequeña idiotez” me sigue pareciendo genial, no sé muy bien por qué, pero encuentro en su re lectura algo de por si atractivo, completo significados variables a cada una de las palabras y le doy diversos sentidos, o en realidad profundidades del mismo sentido. Define a responsables ausentes, culpables presentes en nuestras vidas, sus huellas en el suelo de nuestro hábitat.