miércoles, 12 de enero de 2011

De MoscCas y amoNíaco

Estoy solo y a la espera de mi verdugo. Hace días que huelo mi muerte.
Todo este tiempo estuve oliendo a muerte ajena. Los cuerpos despedazados, los moribundos, la sangre seca huelen distinto. Huelen a moscas. ¿Alguna vez estuvieron en un lugar lleno de moscas? A muchos les da asco o el aturdimiento los hace escapar antes de poder sentirlo. Pero si uno se detiene en medio de esos enloquecidos insectos y espera, se huele claramente su olor. Mi muerte no huele a moscas. Mi muerte huele a amoníaco.
Hasta hace muy poco, vivía con las tripas revueltas, temblaba por las noches e intentaba contagiarme ese espíritu patriótico que ostentaban algunos de mis compañeros. Canté como soldado, defendí a mi patria como soldado y hasta me gané el respeto de mi superior la noche de la emboscada.
Hoy sé que esa ridícula parafernalia militar no fue más que un intento de arrancarme el miedo y mi acto heroico fue pura suerte. Acá la patria es una construcción hecha entre un montón de tipos aterrados, que necesitan creer en algo. Un placebo, como las pastillas rosas que tomaba mi abuela cuando se la comió el cáncer. La vieja hasta mejoró unos meses creída que esa nada la estaba salvando. Qué suerte la de la vieja! A los sesenta y tres días se descompuso y creyó que moría de cualquier otra cosa.
A mí ya no me importa si esto tenía que ser así, o si mi suerte debía ser otra. Estar en este agujero es lo más real que me pasó en la vida. El olor a amoníaco me energiza, me despierta y me vuelve maníacamente otro. Ya no temo a nada, porque estoy muerto. Y estar muerto me vuelve valiente hasta lo imposible.
Para los que ahora vienen soy una miarda a la que temen. Estoy solo, sucio y no pruebo bocado hace días. Yo soy su maldito infierno. Un pobre tipo que resiste en soledad, sin ninguna posibilidad de sobrevivir, pero que resiste. Nadie quiere matar a un fulano que se les parece. Cualquiera de ellos podría ser yo. Y la verdad es que yo, de alguna manera, agradezco no tener que ser ellos.
Al saber que nadie iba a venir por mí, pensé en quitarme la vida. Pero pasó que cuando estaba repasando mentalmente mi técnica suicida, el olor a moscas se transformó en otra cosa. El amoníaco fue como una revelación, me aclaró el pensamiento, borró los dolores y me sació el hambre. Ahora Yo soy amoníaco y tengo un objetivo claro.
Creo que no dejé nada atrás, me deshice de todo antes de venir para acá. No hubo amores y los grandes amigos quedaron reventados bajo fuego enemigo al tercer mes de llegar. Sólo queda mi madre. Pero posiblemente ya este acabada por la pena. Ha sido una gran madre, pero yo ya no soy ése que ella cree. Igual, finalmente que a uno lo llore la madre no es un gran mérito. Las madres siempre lloran o recuerdan a sus hijos por más cretinos que ellos sean.
Mi último o mi único gran acto está por sucederse. Voy a esperarlos. Voy a parecer rendido, eso los obligará a detenerse porque no se puede matar a un infeliz desarmado (Bah… se puede, pero no se debe). Durante esos segundos, ellos me olerán y entonces me reiré. Me reiré como desquiciado hasta llenarlos de espanto. En ese instante, miraré fijamente a los ojos al que parezca más aterrado, para lanzarle una frase que no va a olvidar el resto de su vida. Diré algo que no se entienda pero que suene a maldición, algo que lo aterre aún más y lo haga caer en la trampa de matar al que tiene la solución del enigma.
Creo que esta es la escena de una película que ví alguna vez o tal vez...No! esta es una de las revelaciones de mi estado amoníaco! Sí. Estoy seguro!
Cuál es mi último deseo? Que el que me dé muerte sobreviva a este infierno. Quiero que mi risa y mi frase ridícula lo acompañe por el resto de sus días. Sólo así voy a sentir, que algo de mí queda en este mundo y que sin mí, ese hombre, nunca va a encontrar paz.
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