lunes, 5 de julio de 2010

Mito de Obra

Los odiaba premeditadamente, prolijamente. Los odiaba en detalle, en lo macro y en lo micro. Los odiaba silenciosamente, sin pausa ni favoritismos.

Su pensamiento estaba plagado de fantasías criminales, donde ésos que encarnaban la causa y objeto de su ira, eran eliminados una y mil veces sin que ella pierda la impecable apariencia que tenía en cada una de sus sombrías ideaciones.
Sus escenas mentales se sucedían unas tras otras alcanzando siempre el mismo final. Un pequeño grupo de hombres gritaban despavoridos implorando por el perdón, con lo último de las fuerzas que le quedaban en sus miserables cuerpos enflaquecidos y hedorosos. Gemían, lloraban lastimosamente desde un terreno oscuro, pestilente y húmedo. Entrampados en sus propios vicios, habían ido a parar allí, como legítimos merecedores de unos padeceres que laceraban la carne y el entendimiento.
Era un lugar sin salida. Una vez ahí caído, nada podía cambiar el destino de los infelices en fatal desgracia. Podría haber sido la ante sala del infierno el lugar que imagino, pero no lo era. Los había ubicado en lo marginal de lo marginal. En un el más allá del mismísimo averno.
Ella, a metros del fondo, con una mirada impávida, les hablaba pausadamente, con una serenidad que desentonaba con el total de la escena. Emitía sonidos casi inaudibles que articulaban mentirosas palabras de alivio.
Cuando los que suplicaban se acercaban al límite de lo inimaginablemente indigno, se inclinaba ante ellos con un semblante que mezclaba ingenuidad y pena, siempre cuidando de la distancia que la separaba de esos salvajes. Jamás permitiría que la toquen a pesar de ofrecerles un “como sí” de benevolencia o consuelo. Los consideraba intocables, aún antes de convertirlos en habitantes de ese agujero. Impostaba la voz para que parezca conmovida por la impotencia que detentaba, respondía a los desgarradores ruegos como dolidamente incapaz de conceder la disculpa, apelando a su condición de ser simple y sin dones que le habiliten la gracia de otorgar la liberación de las almas.

No tenía religión. Le dieron una cuando era niña, pero la abandono rápidamente. Nunca añoró la perorata de los devotos. Al ser superior lo creía puerilmente caprichoso y a los que lo seguían necios o ignorantes. Muy tempranamente supo que no iba a creer en esas cosas a pesar de no poder sustraerse de una educación dirigida por esos valores. El fanatismo que practicaban sus padres no le dejo opción. Su familia consideraba que la devoción por sus ídolos sagrados venía como carga genética en la descendencia y la educación era la herramienta más valiosa para solidificar las bases en una persona de fe.
Así fue como resulto una estudiante mediocre del credo y conocedora de los clichés religiosos, a los que les había encontrado una muy particular utilización. Se divertía con sus compañeras de estudio parodiando algunos de los estereotipos de almas caritativas, cuidándose siempre de las miradas adultas. De haber sido descubierta, sus educadoras, contando con el aval de sus progenitores, hubieran elevado su adoctrinamiento a la categoría de penitencia hasta exorcizar su espíritu de burla.
Ahora, muchísimos años después volvía a encarnar algunos de esos antiguos personajes a la perfección.

Parecía piadosa hasta el final de sus escenas. Ni el espectador más desconfiado descreería de su clemencia. Solo cuando los veía hundirse desesperadamente en el fango de lo inhumano, asomaba sutilmente una mueca en su rostro.
Para sus adentros disfrutaba silenciosamente de esa desmesurada miseria ajena. Cuando ya no quedaban rastros en la superficie de esa inmundicia, la sonrisa era plena
La embriagaba una enorme sensación de placer cada vez que su comedia mental de venganza llegaba a su recurrente punto final. Lo que experimentaba era casi comparable al lujurioso aturdimiento que sentía con el mejor de sus amantes. Quedaba suspendida en el éxtasis de la satisfacción por algunos minutos, sin noción de tiempo o espacio. Pero cuando esa perplejidad se evaporaba, a diferencia de los placeres del cuerpo que concluían en bienestar y calma, estas creaciones mentales la confrontaban nuevamente a lo más oscuro de sí. La volvían al punto cero.
¿Se podría experimentar desprecio semejante por otros representantes de la misma especie?
Sin duda su respuesta era afirmativa.

En un primer momento creyó que tal vez algún movimiento suyo habría podido desatar tal cosa. Una respuesta desatinada, un tono ambiguo, un gesto confuso…. Repaso cada uno de los detalles forzando las posibilidades para encontrar su parte en tanto infortunio. No encontraba causas ni pequeños indicios en sus análisis, sin embargo re iniciaba la búsqueda una vez más, para no instalarse en lo que llamaba “El facilismo de las víctimas”.
Una pregunta sin respuesta insistía incansablemente en su cabeza. ¿Porque se ensañaron de tal manera con lo suyo?
Desde unos cuantos años atrás, se había vuelto obsesivamente meticulosa en cuanto a las responsabilidades. Antes de reclamar o echar culpas estudiaba en detalle cada situación con el objetivo de avanzar sobre seguro, identificar sus puntos oscuros y preveer los movimientos de sus interlocutores. Media sus intervenciones, calculaba muchas de sus respuestas y en los momentos donde sentía que su manejo del lenguaje era sublime, jugaba limpiamente con los silencios. Había logrado una habilidad panóptica de evaluación y resolución de situaciones incómodas. Podía incluirse en sus observaciones y contemplar la totalidad del asunto desde distintas perspectivas. Veía a los otros y se veía a sí misma como si de otra se tratara. Analizaba activamente pero sin prisa. Era partidaria de las conclusiones que decantaban en un momento preciso y no de las que se apresuraban corriendo el riesgo de caer en el fracaso del buen juicio.
Con bastante dedicación había logrado una plasticidad para modificar el curso de sus actos o promover cambios de estrategia si en algo estaba errada.
Se esforzaba por refrenar sus pasiones más arcaicas, esas que podrían llevarla a no reparar en sus actos o consecuencias. Sólo maldecía o insultaba para sus adentros.

Ese era el lugar que busco por mucho tiempo. Apenas puso un pie sobre la madera de sus pisos, quedo fascinada por la luz que entraba desde los ventanales y supo entonces pertenecía a ese lugar. Se imagino recorriendo cada uno de sus espacios con una ligereza nunca antes lograda. Había encontrado la casa que sería su casa.
Al ir descubriendo cada uno de sus rincones la invadió un entusiasmo que motorizo ágilmente la toma de decisiones y la resolución de las tediosas formalidades que la separaban de esas paredes.
La llegada de los trabajadores fue en parte su decisión. Con su título de propietaria bajo el brazo, se dispuso a dejar marca personal en cada una de las zonas de ese inmueble, buscándole una identidad acorde a su estilo. Previó los tiempos, el dinero, los espacios de guardado, combinación de colores, texturas, temperaturas; más dinero, funcionalidades varias, mal tiempo e imprevistos.
De la mano de su pragmatismo, también contempló lo que para muchos era mejor ni evocar con el pensamiento. Eso que nadie quiere que suceda. Eso que atenta contra los sueños de los propietarios que desean una metamorfosis inmobiliaria sin tropiezos.
Estaba convencida de la veracidad de los rumores sobre el destino trágico del reformista o el amargo y lleno de espinas camino del reciclaje doméstico. Creía que algo como una inexplicable fuerza maligna, caía sobre quienes tenían la dicha de poner en marcha una trasformación. Lo interpretaba como el inevitable pago por el placer obtenido o a obtener. Monto que acrecentaba las cuentas de un temido destinatario desconocido.
Ninguno de sus amigos, o amigos de sus amigos, ni amigos de los amigos de sus amigos habían podido escapar a esa suerte. Sabía que no tenía chances de quedar exenta de aquello. Fue así que fiel a su estilo, no busco causas sino que agrego a la columna de gastos y contratiempos un ítem que llamó “Mito de obra”.
Creyó saber sobre lo que estaba por venir y su condición de mujer no le parecía una dificultad para tratar con menesteres que tradicionalmente se suponían masculinos. Se sintió capaz y se autorizo a sí misma para ejercer el control de esos hombres, que la miraron con recelo cuando comenzó a hacer un uso político de su autoridad.

Infortunio, desgracia, maleficio, catástrofe, hecatombe.
Todos los males se alinearon y recayeron en su suelo, rebasando de mil maneras las columnas de sus planillas del Excel.
Aquel lugar tan intimo, comenzó a volvérsele ajeno a medida que esta gente fue apoderándose cada vez mas de él. Su casa estaba tomada por infames, burdos e inoperantes imitadores de hombres de trabajo.
Usurparon cada uno de sus espacios. Se expandieron tan velozmente que no tuvo posibilidad de implementar ninguna de sus estrategias. Se sintió injuriada con cada uno de los movimientos de ésos otros.
En escasos días todo estaba roto, sucio, mal armado, desperdiciado o fuera de lugar. La obscena mostración de desgano y desidia que le dedicaban cada día, fue oscureciéndola velozmente y arrancándola de todo lo que creía ser.
De su eficiencia higiénica no quedaba ni rastros. Posiblemente quedó enterrada entre tanto escombro o se fue esfumando a medida que ellos iban devastando su territorio. No podía distinguir si lo que más la atormentaba eran esos extraños o lo extraño de sus propios pensamientos, que fluían sin pausa, dejándole una hipernítida sensación de despersonalización.

Finalmente sucedió lo incalculado de lo incalculable y el desenlace fue el más brutal.
Nunca supo si fue cuando los bárbaros tiraron piedras desde lo alto de su balcón, cuando descubrió restos de comidas en proceso de putrefacción escondidos por distintos lugares, o por las visitas impropias que recibían a sus espaldas y que tanto disgustaban a sus futuros vecinos. Quizá fue algo de eso, o el día que vio como quemaban sus pisos al calentar agua para las infusiones, o tal vez fue por el atroz despilfarro que hacían de sus bienes. Ya no importaba qué. Algo de todo eso la había empujado y lanzado por fuera de sus propios límites.
Se aferró con furia a los papeles que decían que eso era suyo sin medir consecuencias. Ya no reconoció lo impropio de sus nuevas palabras, que no velaban en lo más mínimo el desagrado que sentía. Antes de la obra le hubieran sonado extranjeras a sus oídos. Posiblemente nunca las habría pronunciado, no obstante parecía comprender la esencia y articulación de esos ruidos a la perfección. Como un don revelado de una vez y con un efecto retroactivo al origen de su entendimiento, renacía sensible a lo que consideraba más sórdido y avanzaba sin compañía ni el menor titubeo.
Aquello tomó un carácter sagrado para ella y haciéndose mártir de su causa, acometió en dirección contraria sobre los que ahora eran sus enemigos.
Sola, pero con la fuerza de diez bestias, centro su vida en la reconstrucción de esa casa (y en tejer fantasías asesinas).

Enceguecida por el odio fue una más de esa especie despreciable.

En Facebook: A contrapelo del Cliché

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